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NeverEnding Story, KHs version (AkuRoku?) =3

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Mensaje  HinaTari Mar Ago 19, 2008 9:50 pm

(continuación capitulo 10)

Poco tiempo después sobrevolaban el límite exterior del Laberinto, la planicie de arriates de flores, setos y caminos entrecruzados que rodeaba, en un amplio círculo, a la Torre de Marfil. Con espanto comprobaron que también allí estaba actuando la Nada. Era verdad que, de momento, sólo eran pequeños lugares salpicados por el Laberinto, pero esos lugares estaban en todas partes. Los arriates de flores multicolores y los florecidos arbustos que había entre aquellos lugares estaban grises y secos. Los delicados arbolitos levantaban sus ramas desnudas y deformadas hacia el dragón y su jinete, como si quisieran implorar su ayuda. Los prados antes verdes y coloridos eran ahora pálidos, y un ligero olor a putrefacción y podredumbre subía hasta los que llegaban. Los únicos colores que aún había eran los de gigantescas setas hinchadas y los de conjuntos de flores de aspecto venenoso, degeneradas y de colores chillones, que parecían más bien engendros de la locura y la perversidad. La última vida interior de Fantasia se defendía aún, espasmódica y débilmente, contra la aniquilación definitiva que, por todas partes, la asediaba y corroía.

Sin embargo, todavía relucía en el centro de un modo maravilloso, inmaculada e incólume, la Torre de Marfil.

Fújur no aterrizó con Axel en la terraza inferior destinada a los mensajeros que llegaban por vía aérea. Se daba cuenta de que ni él ni Axel tendrían las fuerzas necesarias para subir desde allí la larga calle principal que llevaba, en espiral, hasta la punta de la Torre. Le pareció además que la situación justificaba plenamente el hacer caso omiso de toda regla y cuestión de etiqueta. Se decidió a hacer un aterrizaje forzoso. Pasó zumbando sobre los miradores, puentes y balaustradas de marfil, encontró en el último segundo el tramo más alto de la calle principal, allí donde ésta terminaba ante el verdadero recinto del palacio, se dejó caer, patinó por la calle cuesta arriba, dio unas cuantas vueltas de campana y se detuvo por fin, con la cola por delante.

Axel, que se había aferrado con los brazos al cuello de Fújur, se puso en pie y miró hacia todos lados. Había esperado alguna especie de recibimiento o, por lo menos, a un tropel de guardianes del palacio que le preguntasen quién era y qué quería... pero no se veía a nadie por ninguna parte. Los blancos edificios resplandecientes que había alrededor parecían muertos.

«¡Todos han huido! -fue la idea que atravesó su cabeza-. Han abandonado a la Emperatriz Infantil. O quizá esté ya...»

-Axel -susurró Fújur-, tienes que devolverle la Alhaja.

Se quitó del cuello la cadena de oro. El amuleto se deslizó hasta el suelo.

Axel saltó de las espaldas de Fújur y rodó por tierra. No se acordaba ya de su herida. Echado, cogió el Pentáculo y se lo puso. Entonces se levantó con esfuerzo, apoyándose en el dragón.

-Fújur -dijo-, ¿a dónde tengo que ir?

Pero el dragón de la suerte no le respondió ya. Estaba echado como muerto.

La calle principal terminaba en una alta y blanca muralla circular, ante una gran puerta, maravillosamente tallada, cuyas hojas estaban abiertas.

Axel cojeó hacia ella, se apoyó en el portal y vio que, detrás de la puerta, había una escalinata blanca, ancha y brillante, que parecía llegar hasta el cielo. Comenzó a subir. A veces se detenía para reunir nuevas fuerzas. En los blancos escalones iba dejando un reguero de gotas de sangre.

Por fin llegó arriba y vio ante sí una larga galería. Siguió adelante tambaleándose, agarrándose a las columnas. Entonces llegó a un patio lleno de fuentes y otros juegos de
agua, pero apenas podía darse cuenta de lo que veía. Como en un sueño, luchaba por avanzar. Encontró una segunda puerta pequeña. Luego tuvo que trepar por una escalera muy empinada, pero esta vez estrecha, llegó a un jardín donde todo, árboles, flores y animales, estaba tallado en marfil, y atravesó a gatas varios puentes de arco sin barandillas que conducían a una tercera puerta, la más pequeña de todas. Echado sobre el estómago, siguió arrastrándose, luego levantó lentamente la vista y vio un picacho de marfil, pulido como un espejo, y en su cúspide el blanco y deslumbrante Pabellón de la Magnolia. No había ningún camino que llevara hasta él, ninguna escalera.

Axel escondió la cabeza entre los brazos.

Nadie que haya llegado o llegue alguna vez hasta allí podría decir cómo recorrió la última parte del camino. Es algo que a uno se le regala.

Axel se encontró de pronto ante la puerta que daba paso al pabellón. Entró y se encontró cara a cara con la Señora de los Deseos.

Estaba sentada, apoyada en muchos cojines, sobre un diván blanco y redondo, en el centro de la copa de la flor, y lo miraba a él. Axel pudo darse cuenta de lo enferma que estaba por la palidez de su rostro, que parecía casi transparente. Sus ojos azules tenían el color del zafiro. No mostraba ninguna preocupación o inquietud. Sonreía. Su figura delgada y pequeña estaba envuelta en una amplia túnica de seda, que resplandecía con tanta blancura que hasta las hojas de la magnolia parecían oscuras por contraste. Tenía el aspecto de una niña de indescriptible belleza, de unos diez años como máximo,su largo cabello que, peinado lisamente, le caía por los hombros hasta el diván era dorado como el oro.


Roxas se sobresaltó.

En aquel momento le había ocurrido algo que nunca le había pasado antes. Hasta entonces había podido imaginarse muy claramente todo lo que se contaba en la Historia Interminable. Con todo, durante la lectura del libro habían sucedido algunas cosas extrañas, eso no se podía negar, pero que podían explicarse de algún modo. Se había imaginado a Axel mientras cabalgaba en el dragón de la suerte, y el Laberinto y la Torre de Marfil, tan claramente como pudiera pensarse. Pero, hasta aquel momento, habían sido sólo sus propias imaginaciones.

Sin embargo, cuando llegó al lugar en que se hablaba de la Emperatriz Infantil, durante una fracción de segundo -sólo el tiempo del parpadeo de un relámpago- vio el rostro de ella ante sí. ¡Y no sólo con la imaginación, sino con sus propios ojos! No había sido una ilusión, de eso estaba Roxas totalmente seguro. Había observado incluso detalles que no aparecían siquiera en la descripción, como por ejemplo, sus cejas, que se curvaban sobre los ojos de color zafiro como dos delgados arcos pintados con tinta de oro... o sus lóbulos auriculares extrañamente alargados... o la peculir inclinación de su cabeza sobre el delicado cuello... Roxas estaba seguro de que no había visto en su vida nada más hermoso que aquel rostro. Y en aquel mismo momento supo también cómo se llamaba ella: Naminé.

¡Y Naminé lo había mirado a él... a él, Roxas!

Lo había mirado con una expresión que no podía explicarse. ¿Se había sentido también sorprendida? ¿Había ruego en aquella mirada? ¿0 nostalgia? ¿0... qué?

Intentó recordar los ojos de Naminé, pero no lo consiguió ya.

Sólo estaba seguro de una cosa: aquella mirada, atravesando sus ojos y bajándole por el cuello, le había llegado al corazón. Ahora sentía el rastro ardiente que había dejado en su camino. Y sentía también que esa mirada se encontraba ahora en su corazón y relucía allí como un misterioso tesoro. Y eso hacía daño de una forma que era a la vez extraña y maravillosa.

Aunque Roxas hubiera querido, no hubiera podido defenderse ya contra lo que había pasado. Pero no quería, ¡de ningún modo! Al contrario, por nada del mundo hubiera devuelto aquel tesoro. Sólo quería una cosa: seguir leyendo para estar otra vez con la Naminé, para verla otra vez.

No sospechaba que, con ello, se metía de forma irrevocable en la más insólita y también la más peligrosa de las aventuras. Pero aunque lo hubiera sospechado... Eso no hubiera sido para él, con toda seguridad, una razón para cerrar el libro, dejarlo a un lado y no volver a cogerlo.

Con dedos temblorosos buscó el sitio en que había interrumpido la lectura y siguió leyendo.

El reloj de la torre dio las diez.
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Mensaje  HinaTari Miér Ago 20, 2008 2:31 pm

XI: LA EMPERATRIZ INFANTIL

Kilómetros y kilómetros había recorrido Axel, y ahora estaba allí, mirando a la Emperatriz Infantil sin poder decir una sola palabra. A menudo había intentado imaginarse el momento, había preparado lo que le diría, pero de repente todo aquello se había borrado de su mente.

Por fin ella le sonrió y dijo con una voz que sonaba tan suave y delicada como la de un pajarito que cantase en un sueño:

-Has vuelto de la Gran Búsqueda, Axel.

-Sí -pudo decir Axel, bajando la cabeza.

-Tu manto se ha vuelto gris -siguió diciendo ella tras una breve pausa-, tus cabellos son también grises y tu piel es de piedra. Pero todo volverá a ser como antes o mejor aún. Ya verás.

Axel tenía un nudo en la garganta. Sacudió la cabeza de forma casi imperceptible. Entonces oyó decir a la voz delicada:

-Has cumplido mi misión...

Axel no sabía si aquellas palabras eran una pregunta. No se atrevía a levantar los ojos y leerlo en la expresión de ella. Lentamente, cogió la cadena con el amuleto de oro y se lo quitó del cuello. Extendiendo la mano, se lo ofreció a la Emperatriz Infantil, con la vista siempre en el suelo. Trató de hincar una rodilla en tierra, como hacían los emisarios en los relatos y canciones que había escuchado en los campamentos de su país, pero la pierna herida le falló y cayó a los pies de la Emperatriz Infantil, quedándose con el rostro contra el suelo.

Ella se inclinó, recogió a AURYN y, mientras hacía resbalar la cadena entre sus blancos dedos, dijo:

-Has cumplido bien tu cometido. Estoy muy contenta de ti.

-¡No! -balbuceó Axel casi fuera de sí-. Todo ha sido en vano. No hay salvación.

Se hizo un largo silencio. Axel había enterrado la cara en el hueco de sus brazos y un estremecimiento recorrió su cuerpo. Temía escuchar un grito de desesperación de los labios de la Emperatriz Infantil, un lamento de dolor, quizá reproches amargos o incluso un estallido de cólera. Él mismo no sabía qué esperaba... pero desde luego no era lo que oyó: ella se reía. Se reía suave y alegremente. Los pensamientos de Axel se arremolinaron y, por un momento, pensó que la Emperatriz se había vuelto loca. Pero aquella risa no era una risa de locura. Entonces oyó que su voz decía

-¡Pero si lo has traído!

Axel levantó la cabeza.

-¿A quién?

-A nuestro Salvador.

Él la miró inquisitivamente a los ojos y no pudo ver en ellos más que franqueza y serenidad. Ella se rió otra vez.

-Has cumplido tu misión. Te agradezco todo lo que has hecho y todo lo que has sufrido.

Él negó con la cabeza.

-Señora de los Deseos -tartamudeó, utilizando por primera vez la fórmula oficial que Fújur le había recomendado-, yo... realmente no entiendo lo que quieres decir.

-Eso se ve -dijo ella-, pero, lo entiendas o no, lo has hecho. Y eso es lo que importa, ¿no?

Axel calló. Ni siquiera se le ocurría otra pregunta. Miraba a la Emperatriz con la boca abierta.

-Lo he visto -siguió diciendo ella- y también él me ha mirado.

-¿Cuándo ha sido eso? -quiso saber Axel.

-Ahora mismo, cuando has entrado. Tú lo has traído.

Axel miró involuntariamente a su alrededor.

-¿Dónde está entonces? No veo a nadie más que a ti y a mí.

-Oh, todavía hay muchas cosas que para ti son invisibles -respondió ella-, pero puedes creerme. Él no está todavía en nuestro mundo. Pero nuestros mundos están ya tan próximos que pudimos vernos, porque, por el tiempo de una exhalación, el delgado muro que aún nos separa se hizo transparente. Pronto estará realmente con nosotros y me llamará por mi nuevo nombre, que sólo él puede darme. Entonces me pondré bien y, conmigo, toda Fantasia.

Durante las palabras de la Emperatriz Infantil, Axel se había levantado con esfuerzo. Miró a la Emperatriz Infantil, que se sentaba un poco más alta en su diván, y su voz sonó velada al preguntar:

-Entonces hace mucho tiempo que conoces el mensaje que yo debía traerte. Lo que reveló la Vetusta Morla en el Pantano de la Tristeza, lo que me dio a conocer la voz misteriosa de Uyulala en el Oráculo del Sur... ¿Sabes ya todo eso?

-Sí -dijo ella-, y lo sabía antes de enviarte a la Gran Búsqueda.

Axel tragó saliva unas cuantas veces.

-Entonces -pudo decir finalmente-, ¿por qué me enviaste? ¿Qué esperabas de mí?

-Nada más que lo que has hecho -respondió ella.

-Lo que he hecho... -repitió Axel lentamente. Entre sus cejas se formó un pliegue vertical de enojo-. Si las cosas son como dices, todo era innecesario. Era superfluo que me enviaras a la Gran Búsqueda. He oído decir que tus decisiones son para nosotros a menudo incomprensibles. Puede ser. Sin embargo, después de todo lo que he vivido, me resulta difícil aceptar con paciencia que sólo hayas estado divirtiéndote conmigo.

Los ojos de la Emperatriz Infantil se pusieron muy serios.

-No me he divertido contigo, Axel -dijo-, y sé muy bien lo que te debo. Todo lo que tuviste que soportar era necesario. Te envié a la Gran Búsqueda... no por el mensaje que debías traerme, sino porque era el único medio de llamar a nuestro salvador. Porque él ha participado en todo lo que tú has vivido y ha ido contigo en tu largo viaje. Tú oíste su grito de horror en el Abismo Profundo cuando hablabas con Ygrámul, y viste su figura cuando estabas ante la Puerta del Espejo Mágico. Entraste en su imagen y la llevaste contigo, y por eso te ha acompañado, porque él se ha visto a sí mismo con tus ojos. Y también ahora escucha cada palabra que pronunciamos. Y sabe que hablamos de él y que en él esperamos y confiamos. Y ahora quizá comprenda que todos los trabajos que tú, Axel, has realizado, fueron por él: ¡que toda Fantasía lo llama!

Axel seguía mirando sombríamente ante sí, pero poco a poco la arruga de enojo se borró de su frente.

-¿Cómo puedes saber todo eso -preguntó al cabo de un rato-: el grito en el Abismo Profundo y la imagen del espejo mágico...? ¿O es que lo habías previsto todo?

La Emperatriz Infantil levantó a AURYN y, mientras se lo ponía al cuello, respondió:

-¿No has llevado siempre al Esplendor? ¿No has sabido que, por medio de él, yo estaba siempre contigo?

-No siempre -contestó Axel-. Lo perdí.

-Sí -dijo ella-, entonces estuviste realmente solo. ¡Cuéntame lo que ocurrió durante ese tiempo!

Axel le contó lo que le había pasado.

-Ahora sé por qué te has vuelto gris -dijo la Emperatriz Infantil-. Has estado demasiado cerca de la Nada.

-Entonces, ¿es verdad -quiso saber Axel- lo que dijo Gmork, el hombre-lobo, sobre las criaturas aniquiladas de Fantasía que se convierten en mentiras en el mundo de los seres humanos?

-Sí, es cierto -contestó la Emperatriz Infantil, y sus ojos dorados se oscurecieron-, todas las mentiras fueron en otro tiempo criaturas de Fantasía. Son de la misma naturaleza... pero se han deformado y han perdido su verdadera esencia. Sin embargo, lo que te dijo Gmork era sólo una verdad a medias, como cabe esperar de un medio ser. Hay dos caminos para atravesar las fronteras entre Fantasía y el mundo de los hombres: uno acertado y otro erróneo. Cuando los seres de Fantasía se ven arrastrados de esa forma horrible, siguen el camino falso. Sin embargo, cuando las criaturas humanas vienen a nuestro mundo, toman el verdadero. Todos los que estuvieron con nosotros aprendieron algo que sólo aquí podían aprender y que los hizo volver cambiados a su mundo. Se les abrieron los ojos, porque pudieron veros con vuestra verdadera figura. Por eso pudieron ver también su mundo y a sus congéneres con otros ojos. Donde antes sólo habían encontrado lo trivial, descubrieron de pronto secretos y maravillas. Por eso venían de buena gana a Fantasía. Y, cuanto más rico v floreciente se hacía nuestro mundo de esta forma, tanto menos mentiras había en el suyo y tanto más perfecto era también. De la misma forma que nuestros dos mundos pueden destruirse mutuamente, pueden también mutuamente salvarse.

Axel pensó un rato y preguntó luego.

-¿Cómo empezó todo entonces?

-La desgracia que ha caído sobre ambos mundos -respondió la Emperatriz Infantil- tiene un doble origen. Ahora todo se ha convertido en su contrario: lo que abre los ojos, ciega; lo que puede crear algo nuevo se convierte en aniquilación. La salvación está en las criaturas humanas. Una, solo una debe venir y darme un nuevo nombre. Y vendrá.

Axel calló.

-¿Comprendes ahora, Axel -preguntó la Emperatriz Infantil-, por qué tuve que exigir tanto de ti? Sólo mediante una larga historia llena de aventuras, prodigios y peligros podías traer hasta mí a nuestro salvador. Y esa historia fue la tuya.

Axel estaba sumido en profundas reflexiones. Por fin hizo un gesto de asentimiento.

-Ahora entiendo, Señora de los Deseos. Te agradezco que me eligieras. Y perdona mi enfado.

-No podías saber todo eso -respondió ella dulcemente- y también eso era necesario.

Axel asintió de nuevo. Tras un corto silencio, dijo:

-Estoy muy cansado.

-Ya has hecho bastante, Axel -contestó ella-, ¿quieres descansar?

-Todavía no. Antes quisiera ver el final feliz de mi historia. Si es como tú dices y he cumplido mi misión... ¿por qué el Salvador no está aún aquí? ¿A qué espera?

-Sí -dijo suavemente la Emperatriz Infantil-, ¿a qué espera?


Roxas sintió que las manos se le humedecían de excitación.

-No puedo -dijo-, no sé lo que tengo que hacer. Y además, a lo mejor el nombre que se me ha ocurrido no es el bueno.



-¿Puedo preguntarte otra cosa más? -dijo Axel, reanudando la conversación.

Ella asintió sonriendo.

-¿Por qué sólo puedes ponerte bien si recibes un nuevo nombre?

-Sólo su verdadero nombre hace reales a todos los seres y todas las cosas -dijo ella-. Un nombre falso lo convierte todo en irreal. Eso es lo que hace la mentira.

-Quizá el Salvador no sepa el nombre que debe darte.

-Sí que lo sabe -respondió ella.

Los dos se quedaron otra vez silenciosos.



Sí -dijo Roxas-, lo sé. Lo supe enseguida en cuanto te vi. Pero no sé lo que tengo que hacer.

Axel levantó la vista.

-Quizá quiere venir y no sabe cómo arreglárselas.

-No tiene que hacer nada más -respondió la Emperatriz Infantil- que llamarme por mi nuevo nombre que sólo él conoce. Eso bastará.


El corazón de Roxas comenzó a latir desordenadamente. ¿Debía probarlo? ¿Y si no tenía éxito? ¿Y si se estaba engañando? ¿Y si los dos no estaban hablando de él sino de un salvador totalmente distinto? ¿Cómo podía saber si realmente se referían a él?

-Me pregunto -comenzó a decir Axel otra vez- si es posible que todavía no comprenda que se trata de él y de nadie más.

-No -dijo la Emperatriz Infantil- tan tonto no puede ser, después de todas las señales que se le han dado.

-¡Lo voy a probar! -dijo Roxas. Pero sus labios no pronunciaron las palabras.

¿Qué ocurriría si realmente tuviera éxito? Llegaría de algún modo a Fantasía. ¿Pero cómo? Quizá tendría que sufrir también una transformación. ¿Qué sería entonces de él? ¿Le dolería o perdería el conocimiento? Roxas quería ver a Axel.... pero de ningún modo a todos los monstruos que pululaban por allí.
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Mensaje  HinaTari Miér Ago 20, 2008 2:35 pm

(continuacion capitulo 11)

-Quizá -opinó Axel- le falte valor...

-¿Valor? -preguntó la Emperatriz Infantil-. ¿Hace falta valor para pronunciar mi nombre?

-Entonces -dijo Axel- sólo conozco un motivo que pueda retenerlo.

-¿Cuál?

Axel titubeó antes de decirlo:

-Sencillamente, que no quiere venir. No le importáis nada ni tú ni Fantasía. Le somos indiferentes.

La Emperatriz Infantil miró a Axel con ojos muy abiertos.



-¡No! ¡No! -gritó Roxas-. ¡No debéis pensar eso! ¡Desde luego, no es así! Por favor, por favor, ¡no pieses eso de mí! ¿Me oís? ¡No es eso, Axel!

-Me ha prometido venir -dijo la Emperatriz Infantil-. Lo he leído en sus ojos.

-Sí, eso es verdad -exclamó Roxas-, e iré enseguida, sólo que tengo que pensármelo otra vez a fondo. No es tan fácil.

Axel bajó la cabeza y los dos esperaron otra vez largo tiempo en silencio. Pero el Salvador no apareció y ni el más pequeño signo indicó que, al menos, intentara llamar su atención.

Roxas se imaginaba lo que ocurriría si, de pronto, estuviera ante ellos con todo lo pequeño y escuchimizado que era. Podía ver claramente el desencanto pintado en el rostro de la Emperatriz Infantil, que le diría:

«¿Qué buscas tú aquí?».

Y Axel hasta se reiría probablemente de él.

Ante esa idea, Roxas se ruborizó.

Naturalmente, ellos esperaban a una especie de héroe, un príncipe o algo así. No podía mostrarse ante ellos. Era imposible. Prefería quedarse donde estaba... ¡Pero no!



Cuando la Emperatriz Infantil levantó por fin los ojos, la expresión de su rostro había cambiado. Axel casi se asustó ante la grandeza y la severidad de su mirada. Y supo también dónde había visto antes aquella expresión: ¡las esfinges!

-Sólo me queda un recurso -dijo ella-, pero no me gusta utilizarlo. Me gustaría que no me obligara a ello.

-¿Qué recurso? -preguntó Axel cuchicheando.

-Lo sepa o no... pertenece ya a la Historia Interminable. Ahora no puede ni debe retroceder. Me ha hecho una promesa y debe cumplirla. Sin embargo, yo sola no puedo
hacerlo todo.

-¿Quién hay en toda Fantasía -exclamó Axel- que pueda hacer algo que tú no puedes?

-Sólo uno -respondió ella-, cuando quiere. El Viejo de la Montaña Errante.

Axel miró a la Emperatriz Infantil con el mayor asombro.

-¿El Viejo de la Montaña Errante? -repitió subrayando cada palabra-. ¿Quieres decir que existe?

-¿Lo dudabas?

-Los ancianos de nuestros campamentos hablan de él a los niños muy pequeños cuando éstos son desobedientes o malos. Dicen que escribe en su libro todo lo que se hace y lo que no se hace, incluso lo que se piensa y se siente, y que entonces queda allí escrito para siempre como una historia hermosa o fea, según. Cuando yo era pequeño, también creía en eso, pero luego pensé que era sólo un cuento de viejas para asustar a los niños.

-¿Quién sabe -dijo ella sonriendo- si no tiene que ver con los cuentos de viejas?

-Entonces, ¿lo conoces? -quiso averiguar Axel-. ¿Lo has visto?

Ella negó con la cabeza.

-Si lo veo, será la primera vez que nos encontremos.

-Nuestros ancianos cuentan también -siguió diciendo Axel- que nunca puede saberse dónde se encuentra la montaña del Viejo, que éste aparece siempre inesperadamente, unas veces aquí y otras allá, y que sólo por casualidad o por un capricho del Destino se le puede encontrar.

-Sí -respondió la Emperatriz Infantil-. Al Viejo de la Montaña Errante no se le puede buscar. Sólo se le encuentra.

-¿También tú? -preguntó Axel.

-También yo -dijo ella.

-¿Y si no lo encuentras?

-Si existe, lo encontraré -repuso ella con una sonrisa enigmática- y si lo encuentro, existirá.

Axel no entendió la respuesta. Titubeando, preguntó

-¿Él es... como tú?

-Es como yo -contestó ella- porque es en todo mi opuesto.

Axel comprendió que de esa forma no averiguaría nada de ella. Además, lo inquietaba otra idea:

-Estás muy enferma, Señora de los Deseos -dijo casi con severidad- y sola no podrás ir muy lejos. Por lo que veo, todos tus sirvientes y leales te han abandonado. Fújur y yo te acompañaremos con gusto hasta donde sea pero, para ser sincero, no sé si las fuerzas de Fújur resistirán. Y mi pierna... bueno, tú misma has visto que no puedo andar con ella.

-Gracias Axel -contestó ella-, gracias por tu ofrecimiento valiente y sincero. Pero no tengo intención de llevaros conmigo. Al Viejo de la Montaña Errante tengo que encontrarlo por mí misma. Y Fújur tampoco está ya donde lo dejaste. Se encuentra ahora en un lugar en donde sus heridas se curan y sus fuerzas se renuevan. Y también tú, Axel, estarás pronto en ese lugar.

Los dedos de la Emperatriz Infantil jugueteaban con ÁURYN.

-¿Qué lugar es ése?

-No necesitas saberlo ahora. Llegarás allí en sueños. Día vendrá en que podrás saber dónde estuviste.

-Pero, ¿cómo podré dormir -exclamó Axel, y su preocupación hizo que olvidara toda forma respetuosa- sabiendo que puedes morir en cualquier momento?

La Emperatriz Infantil se rió otra vez en voz baja.

-No estoy tan desamparada como crees. Ya te digo que hay muchas cosas que para ti son invisibles. Tengo conmigo mis siete poderes, que me pertenecen como a ti tu memoria, tu valor o tus pensamientos. Tú no puedes verlos ni oírlos y, sin embargo, están conmigo en este momento. A tres de ellos los dejaré con Fújur y contigo, para que os cuiden. A cuatro los llevaré conmigo para que me acompañen. Tú, sin embargo, Axel, puedes dormir tranquilo.

Con esas palabras de la Emperatriz Infantil, todo el cansancio que había sentido Axel durante la Gran Búsqueda cayó de repente sobre él como un velo oscuro. Pero no era el cansancio de piedra del agotamiento, sino un deseo de dormir, tranquilo y apacible. Hubiera querido preguntar muchas cosas aún a la Señora de los Deseos pero era como si ella, con sus palabras, hubiera paralizado todos los deseos de su corazón, dejando sólo uno prepotente: dormir. Los ojos se le cerraron y, sentado, sin recostarse, se deslizó hacia la oscuridad.


El reloj de la torre dio las once.

Como muy lejos, Axel oyó que la Emperatriz Infantil daba una orden con su voz suave y dulce, y luego se sintió cuidadosamente levantado y transportado por unos brazos poderosos.

Durante mucho tiempo estuvo en la oscuridad, bien abrigado. Mucho, muchísimo después, se despertó a medias cuando un sabroso líquido mojó sus labios resecos y agrietados y pasó por su garganta. Y cuando ese líquido llegó a su corazón, éste se abrió de un modo indescriptible. Vagamente vio a su alrededor algo así como una gran cueva cuyas paredes parecían hechas sólo de oro. Y vio al blanco dragón de la suerte echado a su lado. Y luego vio o sintió más bien que en el centro de la caverna brotaba una fuente y que alrededor de esa fuente había dos serpientes, una clara y otra oscura, que se mordían mutuamente la cola...

Pero entonces una mano invisible pasó por sus ojos, haciéndole un bien indescriptible, y Axel se hundió otra vez en un sueño profundo y sin pesadillas.

Al mismo tiempo, la Emperatriz Infantil salía de la Torre de Marfil. Iba echada sobre blandos cojines de seda, en una litera de cristal, y era transportada por cuatro sirvientes invisibles, de modo que parecía como si la litera se desplazase lentamente por sí sola, flotando en el aire.

Atravesaron el laberinto del jardín o, más bien, lo que quedaba de él, y a menudo tuvieron que dar rodeos, porque muchos senderos desembocaban ya en la Nada.

Cuando finalmente llegaron al borde exterior de la llanura y salieron del Laberinto, los porteadores invisibles se detuvieron. Parecían esperar órdenes.

La Emperatriz Infantil se incorporó en sus cojines y echó una mirada hacia atrás, a la Torre de Marfil.

Y mientras volvía a reclinarse en sus almohadas, dijo:

-¡Adelante! ¡Siempre adelante... a cualquier parte!

Una ráfaga de viento agitó su cabello dorado, que tremolaba, largo y pesado como una bandera, tras la litera de cristal.


Última edición por HinaTari el Miér Ago 20, 2008 3:50 pm, editado 1 vez
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Mensaje  HinaTari Miér Ago 20, 2008 3:14 pm

XII: EL VIEJO DE LA MONTAÑA ERRANTE

Los aludes se precipitaban atronando por las escarpadas laderas de las montañas. Tempestades de nieve se desencadenaban entre las torres de roca de las acorazadas crestas de hielo, caían aullando por cuevas y quebradas y barrían de nuevo las amplias superficies de los glaciares. En aquella comarca no era un tiempo insólito, porque las Montañas del Destino -que ése era su nombre- eran las mayores y más altas de toda Fantasia, y su cumbre más formidable llegaba literalmente hasta los cielos.

En aquella región de hielos eternos no se atrevían a adentrarse ni los más arriesgados alpinistas. O, dicho más exactamente: hacía ya tantísimo tiempo que alguien había conseguido escalarlas que nadie lo recordaba. Porque ésa era una de las leyes incomprensibles de las que tantas había en el reino fantásico: las Montañas del Destino sólo podían ser vencidas por un escalador cuando el anterior hubiera sido olvidado por completo y no hubiera tampoco inscripción alguna, en piedra o en bronce, que lo recordara. Por eso, todo el que lo lograba era siempre el primero.

Allí arriba no podía existir ningún ser viviente, salvo algunos gigantescos gelidones... si es que éstos podían considerarse como seres vivos, porque se movían con una lentitud tan inconcebible que necesitaban años para dar un solo paso y siglos para un pequeño paseo. Por eso era evidente que sólo podían relacionarse con sus congéneres y no tenían la más mínima idea de la existencia de los restantes seres del mundo fantásico. Se creían los únicos seres vivientes del universo.

Y por eso miraban desconcertados, con ojos saltones, aquel diminuto puntito de allí abajo que, por caminos serpenteantes, por salientes de roca apenas transitables de paredes verticales relucientes de hielo, por crestas agudas como cuchillos y por barrancos y grietas profundos, se iba acercando cada vez más a la cumbre.

Era la litera de cristal en que descansaba la Emperatriz Infantil y que era transportada por sus invisibles poderes. Apenas se destacaba del entorno, porque el cristal de la litera
parecía un trozo de hielo claro, y la túnica blanca y los cabellos rubios de la Emperatriz Infantil no podían distinguirse casi de la nieve de alrededor.

Llevaba ya mucho tiempo viajando; muchos días y muchas noches, con lluvia y bajo el ardor del sol, en tinieblas y al claro de luna habían llevado los cuatro poderes su litera, siempre adelante, como ella les había ordenado, siempre adelante, a cualquier parte. Ella no hacía diferencia alguna entre lo que le era soportable y lo que le podía resultar insoportable, lo mismo que antes, en su reino, había permitido por igual las tinieblas y la luz, lo hermoso y lo feo. Estaba dispuesta a exponerse a todo, porque el Viejo de la Montaña Errante podía estar en todas partes y en ninguna.

Sin embargo, la elección del camino que recorrían los cuatro poderes invisibles no era totalmente casual. Cada vez con mayor frecuencia, la Nada, que se había tragado ya países enteros, les dejaba un solo sendero como única escapatoria. A veces era un puente, una cueva o una puerta, a través de los cuales podían escabullirse; a veces eran incluso las olas de un lago o de un brazo de mar, sobre las que los poderes transportaban la litera con su moribunda, porque para aquellos porteadores no había diferencia entre mar y tierra.

Y así habían subido finalmente al mundo de picachos erizados de hielo de las Montañas del Destino, y seguían subiendo, irresistible e incansablemente. Y mientras la Emperatriz Infantil no les diera otra orden, seguirían subiendo. Pero ella estaba echada en sus cojines, tenía los ojos cerrados y no se movía. Así estaba ya desde hacía tiempo. Y lo último que había dicho era aquel «¡a cualquier parte!» que había ordenado al despedirse de la Torre de Marfil.

La litera se movía ahora a través de una profunda garganta, un paso entre dos paredes de roca que apenas distaban entre sí más que la anchura de la litera. El suelo estaba cubierto de nieve esponjosa, que podría tener un metro de profundidad, pero los porteadores invisibles no se hundían en ella ni dejaban huellas siquiera. El fondo de aquella hendidura entre las rocas estaba muy oscuro, porque la luz del día era sólo una delgada franja allá arriba. El camino ascendía poco a poco y cuanto más alto subía la litera tanto más se aproximaba la franja de luz. Luego, casi de una forma inesperada, las paredes de roca se separaron de pronto por completo, dejando ver una amplia llanura blanca y brillante. Aquel era el punto más alto, porque las Montañas del Destino no acababan en punta, como la mayoría de las otras montañas, sino en aquella meseta, tan extensa como un país.

Ahora, sin embargo, se alzaba en medio de aquella superficie, sorprendentemente, una pequeña montaña de aspecto peculiar. Era bastante estrecha y alta, semejante a la Torre de Marfil, pero de un azul luminoso. Se componía de varios picachos de formas extrañas, que se elevaban hacia el cielo como gigantescos carámbanos de hielo invertidos. Aproximadamente a la mitad de la altura de la montaña, descansando sobre tres de aquellas puntas, había un huevo del tamaño de una casa.

Formando un semicírculo en torno a ese huevo y detrás de él, subían hacia lo alto, como los tubos de un inmenso órgano, unas agujas azules mayores que constituían la verdadera cumbre. El gran huevo tenía una abertura circular que parecía una puerta o una ventana. Y en aquella abertura apareció un rostro que miró a la litera.

Como si la Emperatriz Infantil hubiera sentido aquella mirada, abrió los ojos y miró también.

-¡Alto! -dijo en voz baja.

Los poderes invisibles se detuvieron. La Emperatriz Infantil se incorporó.

-Es él -continuó-. El último trecho del camino tengo que hacerlo sola. Esperadme aquí, suceda lo que suceda.

El rostro de la abertura redonda del huevo había desaparecido.

La Emperatriz Infantil bajó de la litera y se puso a caminar por la extensa llanura de nieve. Era una marcha fatigosa, porque iba descalza y la nieve estaba endurecida. A cada paso, se rompía la costra de hielo y la nieve dura como el cristal hería sus pies delicados. Un viento helado sacudía su pelo rubio y su túnica.

Finalmente llegó a la montaña azul y se detuvo ante los picos lisos como el cristal.

De la abertura redonda y oscura del gran huevo surgió una larga escala, mucho, muchísimo más larga que la que hubiera podido contener realmente el huevo. Por fin la escala llegó hasta el pie de la montaña azul y, cuando la Emperatriz Infantil la cogió, vio que se componía totalmente de letras que colgaban unas de otras, y que cada uno de sus peldaños era una línea. La Emperatriz Infantil comenzó a subir por ella y, mientras trepaba escalón por escalón, iba leyendo al mismo tiempo las palabras:

¡VUELVE ¡VUELVE! ¡VETE! ¡VETE!
ESTO NO ES NINGÚN JUGUETE.
¡NO ME SUBAS! ¡VUELVE ATRÁS!
¡NO PODRÁS LLEGAR JAMÁS!
EL CAMINO ESTÁ CERRADO
Y YO BIEN TE HE ACONSEJADO.
SI TE ENCUENTRAS CON EL VIEJO,
TARDE LLEGARÁ EL CONSEJO.
LOS PRINCIPIOS SON LOS FINES:
¡VUELVE ATRÁS! ¡NO DESATINES!
PUES SI ALCANZAS LA ABERTURA
¡LLEGARÁS A LA LOCURA!

La Emperatriz se detuvo para reunir fuerzas y miró hacia arriba. Todavía faltaba mucho. No había recorrido ni la mitad.

-Viejo de la Montaña Errante -dijo en alta voz-: si no quieres que nos encontremos no hubieras tenido necesidad de enviarme al abismo esta escala. Tu prohibición es la que me lleva a ti.

Y siguió subiendo.

LO QUE HACES Y LO QUE ERES
ESTÁ ESCRITO EN CARACTERES.
SI TE ACERCAS CON AUDACIA,
¡OCURRIRÁ UNA DESGRACIA!
NO TENDRÁ UN FINAL FELIZ
TU CARRERA, EMPERATRIZ.
NUNCA HE SIDO NIÑO YO,
POR ESO TODO ACABÓ.
AL VIVO LE ESTÁ PROHIBIDO
VERSE MUERTO COMO HA SIDO.

Otra vez tuvo que detenerse la Emperatriz para tomar aliento.

Ahora estaba muy alta y la escala se balanceaba en la tormenta de nieve como una rama. La Emperatriz Infantil se aferró a los helados renglones de letras y subió el último tramo de la escalera.

SI NO ESCUCHAS EL AVISO
QUE LA ESCALA DARTE QUISO
Y ESTÁS DISPUESTA A LLEGAR
DONDE NUNCA HAS DE HABITAR,
NO TE DOY OTRO CONSEJO:
¡BIENVENIDA! SOY EL VIEJO.

Cuando la Emperatriz Infantil hubo subido los últimos peldaños, dio un suave suspiro y miró hacia atrás. Su túnica amplia y blanca estaba rasgada: se había quedado enganchada en todos los signos de puntuación, ángulos y puntas de la escala de letras. Aquello no era nuevo para ella, porque las letras no siempre la trataban bien. Era una cuestión de reciprocidad.

Vio ante sí el huevo y la abertura redonda en que terminaba la escala. Entró por ella. La abertura se cerró inmediatamente detrás. Sin moverse, la Emperatriz Infantil esperó en la oscuridad lo que pudiera suceder.

Sin embargo, al principio no pasó nada en mucho tiempo.

-Aquí estoy -dijo ella por fin en la oscuridad, en voz baja. Su voz resonó como en un gran salón vacío... ¿O había sido otra voz, mucho más profunda, la que le había respondido con las mismas palabras?

Poco a poco se pudo ver en las tinieblas un resplandor rojizo y débil. Salía de un libro que, cerrado, flotaba en el aire en el centro de la estancia de forma de huevo. Estaba inclinado, de forma que ella podía ver su encuadernación. Tenía las tapas de color cobre y, lo mismo que en la Alhaja que la Emperatriz Infantil llevaba al cuello, también en el
libro se veían dos serpientes que se mordían mutuamente la cola, formando un óvalo. Y en ese óvalo estaba el título:



LA HISTORIA INTERMINABLE

La cabeza de Roxas le daba vueltas. ¡Era exactamente el mismo libro que estaba leyendo! Lo miró otra vez. Sí, no había duda: el libro que tenía en las manos era el libro del que se hablaba. Pero, ¿cómo podía aparecer ese libro dentro de sí mismo?


La Emperatriz Infantil se había acercado y miraba, al otro lado del libro flotante, el rostro de un hombre, iluminado desde abajo por las abiertas hojas con un resplandor azulado. Aquel resplandor salía de las letras del libro, que eran de color verdemar.

El rostro del hombre parecía la corteza de un árbol viejísimo, por lo lleno que estaba de surcos. Tenía la barba larga y blanca y sus ojos estaban tan hundidos en cuevas oscuras que no se podían ver. Llevaba una cogulla azul de monje, con capucha, y tenía en la mano una pluma con la que escribía en el libro. No levantó los ojos.

La Emperatriz estuvo largo tiempo en silencio, mirándolo. En realidad, lo que hacía el hombre no era escribir: más bien deslizaba la pluma lentamente sobre las páginas en blanco y las letras de las palabras se formaban por sí solas, como si surgieran del vacío.

La Emperatriz Infantil leyó lo que ponía y era exactamente lo que en aquel momento estaba ocurriendo, es decir:

«La Emperatriz Infantil leyó lo que ponía...».

-Escribes todo lo que ocurre -dijo ella.

-Todo lo que escribo ocurre -fue la respuesta. Y otra vez era aquella voz profunda y oscura, que ella había escuchado como un eco de sus propias palabras.

Lo curioso era que el Viejo de la Montaña Errante no había abierto la boca. Había anotado sus palabras y las de ella, y ella las había oído como si sólo recordase que él acababa de hablar.

-Tú y yo -pregunto- y toda Fantasia... ¿todo está anotado en ese libro?

Él siguió escribiendo y, al mismo tiempo, ella escuchó su respuesta.

-No. Ese libro es toda Fantasía y tú y yo.

-¿Y dónde está el libro?

-En el libro -fue la respuesta que él escribió.

-Entonces, ¿todo es sólo reflejo y contrarreflejo? -preguntó ella.

Y él escribió, mientras ella le oía decir:

-¿Qué se ve en un espejo que se mira en otro espejo? ¿Lo sabes tú, Señora de los Deseos?

La Emperatriz Infantil se quedó un rato callada y el Viejo, al mismo tiempo, escribió que ella callaba.

Entonces ella dijo en voz baja:

-Necesito tu ayuda.

-Lo sé -respondió y escribió él.

-Sí -dijo ella-, así debe ser sin duda. Tú eres la memoria de Fantasía y sabes todo lo que ha sucedido hasta. este momento. Pero, ¿no puedes hojear tu libro y ver lo que sucederá?

-¡Páginas en blanco! -fue la respuesta-. Sólo puedo mirar atrás y ver lo que ha ocurrido. Podía leerlo mientras lo escribía. Y lo sé porque lo leí. Y lo escribí porque sucedió. De esa forma, por mi mano, la Historia Interminable se escribe a sí misma.

-Entonces, ¿no sabes por qué he venido hasta ti?

-No -oyó decir ella a su voz oscura, mientras escribía-, y hubiera querido que no lo hicieras. Por mí todo se hace inalterable y definitivo... también tú, Señora de los Deseos. Este huevo es tu tumba y tu ataúd. Has entrado en la memoria de Fantasia. ¿Cómo quieres salir otra vez de este lugar?

-Todo huevo -respondió ella- es el comienzo de una nueva vida.

-Es verdad -escribió y dijo el Viejo-, pero sólo cuando se rompe su cáscara.

-Tú puedes abrirla -exclamó la Emperatriz Infantil-: me has dejado entrar.

El Viejo negó con la cabeza y lo escribió.

-Fue tu fuerza la que lo hizo. Pero ahora que estás aquí ya no la tienes. Estamos encerrados para siempre. Realmente, ¡no hubieras debido venir! Éste es el fin de tu Historia Interminable.

La Emperatriz Infantil sonrió, sin parecer nada preocupada.

-Tú y yo -dijo- no podemos hacerlo ya. Pero hay alguien que puede.

-Crear un nuevo comienzo -escribió el Viejo- sólo puede hacerlo una criatura humana.

-Sí -contestó ella-, una criatura humana.

El Viejo de la Montaña Errante levantó lentamente los ojos y, por primera vez, miró a la Emperatriz Infantil. Era como si aquella mirada llegase del otro extremo del universo, de tanta distancia y tanta oscuridad venía. Ella le correspondió con sus ojos azules, sosteniéndole la mirada. Fue como una lucha silenciosa e inmóvil. Por fin, el Viejo se inclinó otra vez sobre su libro y escribió:

-¡Respeta las fronteras, que también valen para ti!

-Lo haré -respondió ella-, pero aquel de quien hablo y al que espero las ha traspasado hace tiempo. Él lee ese libro en que escribes y se entera de cada palabra que pronunciamos. Por lo tanto, está con nosotros.

-Eso es verdad -oyó decir a la voz del Viejo, mientras éste escribía-: también él pertenece irrevocablemente a la Historia Interminable, porque es su propia historia.

-¡Cuéntamela! -ordenó la Emperatriz Infantil-. Tú que eres la memoria de Fantasia, ¡cuéntamela... desde el principio y palabra por palabra, tal como la has escrito!

La mano del Viejo que escribía comenzó a temblar.

-Si hago eso, tendré que escribirlo todo otra vez. Y lo que escribo sucederá de nuevo.

-¡Así debe ser! -dijo la Emperatriz Infantil.


Roxas se inquietó.
¿Qué se proponía ella? Tenía algo que ver con él. Pero si hasta al Viejo de la Montaña Errante empezaba a temblarle la mano...
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Mensaje  HinaTari Miér Ago 20, 2008 3:15 pm

(continuación capítulo)

El Viejo escribió y dijo:

«Si la Historia Interminable
se contase a sí misma,
sería sólo un sofisma
este mundo admirable.»

Y la Emperatriz respondió:

«Pero, si el héroe llega
y a nosotros se entrega,
brotará una nueva vida.
¡De él depende su venida!»

-Eres realmente terrible -dijo y escribió el Viejo-: eso significa el final sin final. Entraremos en el círculo del Eterno Retorno. Y de él no se puede escapar.

-Nosotros no -respondió ella, y su voz no era ya suave sino dura y clara como un diamante-, pero tampoco él... A menos que nos salve a todos.

-¿Realmente quieres dejarlo en manos de una criatura humana?

-Sí, quiero.

Y luego añadió en voz más baja:

-¿O es que tienes una idea mejor?

Durante mucho tiempo reinó el silencio, antes de que la voz oscura del Viejo dijera:

-No.

Estaba profundamente inclinado sobre el libro en que escribía. Su rostro quedaba oculto por la capucha y no podía verse.

-¡Entonces haz lo que te he pedido!

El Viejo de la Montaña Errante se sometió a la voluntad de la Emperatriz Infantil y comenzó a contarle desde el principio la Historia Interminable.

En aquel momento cambió el resplandor que irradiaban las páginas del libro, su color. Se hizo rojizo como los rasgos que ahora surgían bajo la pluma del Viejo. También la cogulla y la capucha de éste tenían ahora el color del cobre. Y mientras escribía sonaba al mismo tiempo su voz profunda.


También Roxas la escuchó muy claramente.

«Fuera de la tiendecita hacía una mañana fría y gris de noviembre, y llovía a cántaros....»

«Esa historia no la conozco -pensó Roxas un tanto decepcionado-, no aparece en el libro que he estado leyendo hasta ahora. Bueno, ahora resulta que todo el tiempo me he
equivocado. Había creído realmente que el Viejo empezaría a contar la Historia Interminable desde el principio.»


«La puerta se abrió de pronto con tal violencia que un pequeño racimo de campanillas de latón que colgaba sobre ella, asustado, se puso a repiquetear, sin poder tranquilizarse en un buen rato.
El causante del alboroto era un muchacho pequeño y escuchimizado, de unos diez años.
Su pelo, rubio brillante, le caía chorreando sobre la cara, tenía el abrigo empapado de lluvia y, colgada de una correa, llevaba a la espalda una cartera e colegial. Estaba pálido y sin aliento pero, en contraste con la prisa que acababa de darse, se quedó en la puerta abierta como clavado en el suelo...»

Mientras Roxas leía esto, oyendo al mismo tiempo la voz profunda del Viejo de la Montaña Errante, comenzaron a zumbarle los oídos y a írsele la vista.

¡Lo que allí se contaba era su propia historia! Y estaba en la Historia Interminable. Él, Roxas, ¡aparecía como un personaje en el libro cuyo lector se había considerado hasta ahora! ¡Y quién sabe qué otro lector lo leía ahora precisamente, creyendo ser también sólo un lector... y así de forma interminable!

A Roxas le entró miedo. De pronto tuvo la sensación de no poder respirar. Se sentía preso en una prisión invisible. Quiso detenerse, no seguir leyendo.


Pero la voz profunda del Viejo de la Montaña siguió narrando...

y Roxas no pudo hacer nada para resistirse. Se tapó las orejas, pero no sirvió de nada, porque la voz resonaba en su interior. Aunque desde hacía tiempo sabía que no era así, se aferró a la idea de que el parecido con su propia historia era sólo, quizá, una casualidad increíble.

pero la voz seguía hablando inexorablemente.

y entonces oyó cómo decía muy claramente:

«... Desde luego no te sobra, porque, si no, te hubieras presentado por lo menos.

-Me llamo Roxas -dijo el muchacho.»


En aquel momento Roxas tuvo una experiencia importante: se puede estar convencido de querer algo -quizá durante años-, si se sabe que el deseo es irrealizable. Pero si de pronto se encuentra uno ante la posibilidad de que ese deseo ideal se convierta en realidad, sólo se desea una cosa: no haberlo deseado.

Al menos así le ocurrió a Roxas.

Ahora, cuando todo se hacía irremisiblemente serio, le hubiera gustado huir. Pero en aquel caso no había ya «huida». Y por eso hizo algo que, evidentemente, no podía servirle de nada. Se quedó como un escarabajo echado de espaldas.

Quería hacer como si él mismo no existiera, estarse quieto y resultar tan imperceptible como fuera posible.


El Viejo de la Montaña Errante siguió contando y, al mismo tiempo, escribiendo de nuevo cómo Roxas había robado el libro y cómo se había refugiado en el desván del colegio y había empezado allí a leer. Y otra vez empezó de nuevo la búsqueda de Axel, que llegó hasta la Vetusta Morla y encontró a Fújur en la tela de Ygrámul, en el Abismo Profundo, donde oyó el grito de espanto de Roxas. Una vez más fue curado por la vieja Urgl e instruido por Énguivuck. Atravesó las tres puertas mágicas y entró en la imagen de Roxas y habló con Uyulala. Y luego vinieron los gigantes de los vientos y la Ciudad de los Espectros y Gmork y la salvación de Axel y el regreso a la Torre de Marfil. Y entretanto sucedió también todo lo que Roxas había vivido, las velas encendidas y la forma en que había visto a la Emperatriz Infantil y ella había esperado inútilmente que él llegase. Y una vez más ella se puso en camino para buscar al Viejo de la Montaña Errante, una vez más subió la escala de letras y entró en el huevo y otra vez se desarrolló, palabra por palabra, toda la conversación sostenida por los dos, que terminaba cuando el Viejo de la Montaña Errante empezaba a escribir y contar la Historia Interminable.
Y entonces comenzó todo otra vez desde el principio -inalterado e inalterable- y otra vez terminó todo en el encuentro de la Emperatriz Infantil con el Viejo de la Montaña Errante, que una vez más comenzó a escribir y a contar la Historia Interminable...


...y así seguiría durante toda la eternidad, porque era totalmente imposible que algo cambiara en el desarrollo de los acontecimientos. Sólo él, Roxas, podía intervenir. Y tenía que hacerlo si no quería permanecer encerrado también en aquel círculo. Le pareció como si la historia se hubiera repetido ya mil veces; no, como si no hubiera antes ni después, sino que todo sucediera siempre simultáneamente. Entonces comprendió por qué había temblado la mano del Viejo. ¡El círculo del Eterno Retorno era el final sin final!

Roxas no sintió que las lágrimas le corrían por la cara. Casi sin darse cuenta gritó de pronto:

-¡Naminé! ¡Voy!

En ese mismo momento ocurrieron muchas cosas simultáneamente.



La cáscara del gran huevo fue rota en pedazos por una fuerza tremenda, mientras se oía el oscuro retumbar de un trueno. Comenzó a soplar un viento tempestuoso

que surgió de las páginas del libro que Roxas tenía sobre las rodillas, de forma que esas páginas empezaron a revolotear desordenadamente. Roxas sintió la tormenta en el pelo y el rostro, se quedó casi sin aliento, las llamas de las velas del candelabro de siete brazos danzaron y se pusieron horizontales, y entonces un segundo viento tormentoso, más poderoso aún, agitó el libro y apagó todas las luces.

El reloj de la torre dio las doce.
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Mensaje  HinaTari Miér Ago 20, 2008 3:52 pm

XIII: PERELÍN, LA SELVA NOCTURNA

Muy suave dijo otra vez Roxas en la oscuridad: «¡Naminé! ¡Voy!». Sentía que de ese nombre brotaba una fuerza indescriptiblemente dulce y consoladora, que lo llenaba por completo. Por eso dijo aún para sí unas cuantas veces:

«¡Naminé! ¡Voy, Naminé! Enseguida estoy ahí.»

Pero, ¿dónde estaba?

No podía ver el menor resplandor, pero lo que le rodeaba no era ya la helada oscuridad del desván, sino una oscuridad aterciopelada y caliente en la que se sentía feliz y seguro.

Todos sus miedos y congojas lo habían abandonado. Sólo los recordaba como algo que hubiera ocurrido hacía mucho tiempo. Se sentía de un humor tan alegre y ligero que hasta se reía en voz baja.

-Naminé, ¿dónde estoy? -preguntó.

No sentía ya el peso de su propio cuerpo. Tanteó con las manos a su alrededor y se dio cuenta de que flotaba. No había ya colchonetas ni suelo firme.

Era una sensación maravillosa y desconocida, un sentimiento de ingravidez y de una libertad sin fronteras. Nada de lo que antes lo había oprimido y coaccionado podía afectarlo ahora.

¿Flotaba al final de alguna parte del Universo? Pero en el Universo había estrellas y Roxas no podía ver nada parecido. Sólo aquella oscuridad aterciopelada en que se sentía mejor de lo que se había sentido en su vida. ¿Estaría muerto?

-Naminé, ¿dónde estás?

Y entonces oyó una voz delicada como la de un pájaro, que le respondía y quizá le había respondido ya varias veces antes sin que se hubiera dado cuenta. Se oía muy cerca y, sin embargo, no hubiera podido decir de dónde venía:

-Aquí estoy, Roxas.

-Naminé, ¿eres tú?

Ella se rió de una forma curiosamente cantarina.

-¿Quién iba a ser si no? Acabas de darme ese bonito nombre. Gracias. Bienvenido, salvador y héroe mío.

-¿Dónde estamos, Naminé?

-Yo estoy contigo y tú estás conmigo.

Era como una conversación en sueños y, sin embargo, Roxas estaba totalmente seguro de que estaba despierto y no soñaba.

-Naminé -susurró-: ¿es esto el final?

-No -respondió ella-, es el principio.

-¿Dónde está Fantasía, Naminé? ¿Dónde están todos los demás? ¿Dónde está Axel? ¿Es que ha desaparecido todo? ¿Y el Viejo de la Montaña Errante y su libro? ¿No existen ya?

-Fantasía nacerá de nuevo de tus deseos, Roxas, que se harán realidad a través de mí.

-¿De mis deseos? -repitió Roxas asombrado.

-Ya sabes -oyó decir a la dulce voz- que me llaman la Señora de los Deseos. ¿Qué deseas para ti?

Roxas reflexionó y preguntó luego cautamente:

-¿Cuántos deseos puedo formular?

-Tantos como quieras... cuantos más mejor, Roxas. Tanto más rico y variado será Fantasia.

Roxas estaba sorprendido y emocionado. Pero, precisamente porque de pronto se veía ante una infinidad de posibilidades, no se le ocurría ningún deseo.

-No sé -dijo finalmente.

Durante un rato reinó el silencio y luego oyó la voz delicada como la de un pájaro:

-Mala cosa.

-¿Por qué?

-Porque entonces no habrá Fantasia.

Roxas calló confundido. Su sensación de una libertad sin límites se veía poco a poco disminuida por el hecho de que todo dependiera de él.

-¿Por qué está todo tan oscuro, Naminé? -preguntó.

-Los comienzos son siempre oscuros, Roxas.

-Quisiera verte otra vez, Naminé. ¿Sabes? Como en el instante aquel en que me miraste.

Otra vez oyó la risa suave y cantarina.

-¿Por qué te ríes?

-Porque estoy contenta.

-¿Por qué?

-Acabas de formular tu primer deseo.

-¿Y lo cumplirás?

-Sí. ¡Extiende la mano!

Lo hizo y sintió que ella le ponía algo en la palma. Era diminuto pero, extrañamente, pesaba mucho. Daba frío y era duro y muerto al tacto.

-¿Qué es esto, Naminé?

-Un grano de arena -respondió ella-. Es todo lo que ha quedado de mi reino sin fronteras. Te lo regalo.

-Gracias -dijo Roxas maravillado. Realmente no sabía qué hacer con el regalo. ¡Si por lo menos hubiera sido algo vivo!

Mientras reflexionaba aún en lo que sin duda esperaba de él Naminé, sintió de pronto en la mano un delicado cosquilleo. Miró con más atención.

-¡Mira, Naminé! -susurró-. ¡Empieza a fosforecer y brillar! Y, mira, brota una llamita. No, ¡es un embrión! Naminé, ¡no es un grano de arena! ¡Es una semilla luminosa que empieza a crecer!

-¡Muy bien, Roxas! -le oyó decir a ella-. ¿Ves? Te resulta muy fácil.

Del puntito de la palma de Roxas salía ahora un resplandor apenas perceptible, que rápidamente aumentó, iluminando en la oscuridad aterciopelada sus dos rostros de niño, tan distintos, inclinados sobre el prodigio.

Roxas retiró lentamente la mano y el punto luminoso quedó flotando entre los dos como una estrellita.

El embrión creció muy aprisa, y se podía verlo crecer. Echó hojas y tallos, y desarrolló capullos que se abrieron en flores maravillosas y de muchos colores que relucían y fosforescían. Se formaron pequeños frutos que, en cuanto estuvieron maduros, explotaron como cohetes en miniatura, esparciendo a su alrededor una lluvia multicolor de chispas de nuevas semillas.

De las nuevas semillas crecieron otra vez plantas, pero de otras formas; parecían helechos o pequeñas palmeras, cactus, colas de caballo o florecillas ordinarias. Cada una de ellas resplandecía y brillaba con un color distinto.

Pronto, alrededor de Roxas y de Naminé, por encima y por debajo de ellos y por todos lados, la oscuridad aterciopelada se llenó de plantas luminosas que germinaban y crecían. Una bola incandescente de colores, un nuevo mundo luminoso flotaba en ninguna parte, crecía y crecía, y en su interior más interno estaban sentados Roxas y Naminé, mirando con ojos asombrados el maravilloso espectáculo.

Las plantas parecían producir incansablemente nuevas formas y colores. Cada- vez se abrían más capullos de flores, cada vez centelleaban más cuajadas umbelas. Y todo aquel desarrollo se producía en medio de un silencio absoluto.

Al cabo de un rato, muchas plantas habían alcanzado ya la altura de girasoles, y algunas eran incluso tan grandes como árboles frutales. Había plumeros o pinceles de hojas largas de un verde esmeralda, o flores como colas de pavo real, llenas de ojos con los colores del arco iris. Otras plantas parecían pagodas de sombrillas de seda violeta, superpuestas y desplegadas. Algunos troncos gruesos se retorcían como trenzas. Como eran transparentes, parecían de cristal rosa iluminado por dentro. Y había ramilletes de flores como grandes racimos de farolillos azules y amarillos. En muchos sitios colgaban millares y millares de florecitas estrelladas, en cataratas brillantes como la plata, o cortinas de oro viejo hechas de lirios de los valles con largos estambres en forma de borla. Y aquellas plantas nocturnas luminosas crecían cada vez más exuberantes y espesas, entrelazándose poco a poco para formar un magnífico tejido de suave luz.

-¡Tienes que darle un nombre! -susurró Naminé.

Roxas asintió.

-Perelín, la Selva Nocturna -dijo.

Miró a la Emperatriz Infantil a los ojos... y le ocurrió otra vez lo que le había ocurrido cuando intercambiaron por primera vez sus miradas. Se quedó como embrujado mirándola, sin poder apartar los ojos de ella. Cuando la vio por primera vez, ella estaba moribunda, pero ahora era mucho, muchísimo más bella. Su túnica rasgada estaba otra vez entera, y en su largo cabello jugueteaba el reflejo de una suave luz multicolor. El deseo de Roxas se había cumplido.

-Naminé -balbuceó turbado-: ¿estás ya bien otra vez?

Ella sonrió.

-¿Es que no se ve, Roxas?

-Quisiera que siempre fuera así -dijo él.

-Siempre es sólo un momento -respondió ella. Roxas guardó silencio. No comprendía su respuesta, pero no tenía ganas de romperse la cabeza.

En torno a los dos, la creciente espesura de las plantas luminosas había formado un entramado espeso, un tejido ardiente de colores que los encerraba como en una gran tienda redonda de tapices mágicos. Por eso Roxas no se dio cuenta de lo que sucedía fuera. No sabía que Perelín seguía creciendo y creciendo y que cada planta se hacía cada vez mayor. Y seguían lloviendo por todas partes semillas pequeñas como chispitas, de las que brotaban nuevos embriones.

Roxas continuaba sentado, contemplando a Naminé.

No hubiera podido decir si había pasado mucho tiempo o poco, cuando Naminé le tapó los ojos con la mano.

-¿Por qué me has hecho esperar tanto? -oyó que le preguntaba-. ¿Por qué me has obligado a ir al Viejo de la Montaña Errante? ¿Por qué no viniste cuando te llamé?

Roxas tragó saliva.

-Porque... -pudo decir abochornado-, creí que... por muchas razones, también por miedo... Pero en realidad me daba vergüenza, Naminé.

Ella retiró la mano y lo miró sorprendida.

-¿Vergüenza? ¿De qué?

-Bueno -titubeó Roxas-, sin duda esperabas a alguien digno de ti.

-¿Y tú? -preguntó ella-. ¿No eres digno de mí?

-Quiero decir -tartamudeó Roxas, notando que enrojecía-, quiero decir alguien valiente y fuerte y bien parecido... un príncipe o algo así... En cualquier caso, no alguien como yo.

Había bajado la vista y oyó como ella se reía de nuevo de aquella forma suave y cantarina.

-Ya ves -dijo él-: también ahora te ríes de mí.

Hubo un silencio muy largo, y cuando Roxas se decidió por fin a levantar los ojos, vio que ella se había inclinado hacia él, acercándosele mucho. Tenía el rostro serio.
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Mensaje  HinaTari Miér Ago 20, 2008 3:53 pm

(Continuación capitulo 13)

-Quiero enseñarte algo, Roxas -dijo-. ¡Mírame a los ojos!

Roxas lo hizo, aunque el corazón le latía y se sentía un poco mareado.

Y entonces vio en el espejo de zafiro de los ojos de ella, al principio pequeña aún y como muy lejana, una figura que poco a poco se fue haciendo mayor y cada vez más clara. Era un chico, aproximadamente de su edad. Tenía el porte gallardo y apuesto, y el rostro noble, delgado y varonil. Aunque era algo bajito, parecía un joven príncipe oriental.Sus ojos eran grandes, azules y decididos. Llevaba un turbante de seda azul, que le cubría parte del rubio y alborotado cabello, y también era de seda azul su casaca bordada de plata, que le llegaba hasta las rodillas. Sus piernas estaban enfundadas en altas botas rojas de cuero fino y flexible, cuyas puntas se curvaban hacia arriba. Sobre la espalda le caía desde los hombros un manto que brillaba como la plata, con el alto cuello subido. Lo más hermoso del joven eran sus manos, que parecían finas y distinguidas pero, sin embargo, insólitamente vigorosas.

Pasmado y lleno de admiración, Roxas contempló aquella imagen. No se cansaba de mirarla. Estaba a punto de preguntar quién era aquel hermoso hijo de rey, cuando lo sacudió como un rayo la idea de que era él mismo.

¡Era su propia imagen, reflejada en los ojos azulados de Naminé!

Lo que le ocurrió en ese momento resulta difícil de describir con palabras. Fue como un éxtasis que lo sacó de sí mismo igual que un desvanecimiento, llevándolo muy lejos y, cuando volvió a poner el pie en el suelo y hubo vuelto en sí por completo, se vio como aquel hermoso joven cuya imagen había visto.

Se miró, y todo era como en los ojos de Naminé: las botas finas y flexibles de cuero rojo, la casaca azul bordada de plata, el turbante, el largo manto resplandeciente, su figura y -en la medida en que podía darse cuenta también su rostro. Asombrado, se miró las manos.

Se volvió hacia Naminé.

¡Ya no estaba allí!

Se había quedado solo en el espacio redondo que había formado la resplandeciente espesura de las plantas.

-¡Naminé! -llamó por todos lados-. ¡Naminé!

Pero no recibió respuesta.

Se sentó desconcertado. ¿Qué hacer ahora? ¿Por qué lo había dejado ella solo? ¿A dónde iría él... si es que podía ir a alguna parte y no estaba encerrado como en una jaula?

Mientras estaba intentando comprender lo que podía haber inducido a Naminé a dejarlo sin una explicación ni una palabra de despedida, sus dedos juguetearon con un amuleto dorado que colgaba de su cuello en una cadena. Lo miró y lanzó una exclamación de sorpresa.

¡Era ÁURYN, la Alhaja, el Esplendor, el Signo de la Emperatriz Infantil que hacía a los que lo llevaban representantes suyos! Naminé le había dado poder sobre todos los seres y las cosas de Fantasia. Y mientras él llevara ese signo, sería como si ella estuviera con él.

Roxas miró largo tiempo las dos serpientes, clara y oscura, que se mordían mutuamente la cola formando un óvalo. Luego volvió el medallón y, con gran sorpresa por su parte, encontró en el reverso una inscripción. Eran cuatro palabras breves, escritas con unas letras peculiarmente entrelazadas:

Haz
Lo Que
Quieras


De aquello no se había hablado hasta entonces en la Historia Interminable. ¿No habría notado Axel esa inscripción?

Pero eso no importaba ahora. Lo importante era sólo que esas palabras le daban permiso, no, lo animaban claramente a hacer todo lo que tuviera ganas de hacer.

Roxas se acercó a la espesura ardiente de plantas para ver si podía atravesarla y por dónde, y vio con agrado que se podía apartar sin esfuerzo como una cortina. Salió afuera.

El crecimiento suave y, al mismo tiempo, superpotente de las plantas nocturnas había continuado sin interrupción, y Perelín se había convertido en una selva como nunca habían visto ojos humanos antes que Roxas.

Los grandes troncos tenían ahora la altura y el grosor de torres de iglesia... y sin embargo, seguían creciendo y no dejaban de crecer. En muchos lugares, las gigantescas columnas de un brillo lechoso estaban tan próximas entre sí que era imposible pasar. Y seguían cayendo, como una lluvia de chispas, nuevas semillas.

Mientras Roxas andaba a través de la bóveda luminosa de aquella selva, se esforzaba por no pisar ninguno de los resplandecientes brotes del suelo, pero pronto resultó imposible. Sencillamente, no había un palmo de tierra donde no brotase algo. Por eso acabó por seguir adelante sin preocuparse, por donde los enormes troncos le dejaban paso libre.

A Roxas le gustaba ser bien parecido. El que no hubiera nadie para admirarlo no le molestaba lo más mínimo. Al contrario: se alegraba de disfrutar solo de aquel placer. No
le importaba nada la admiración de los que hasta entonces lo habían despreciado. Ya no. Pensó en ellos casi con compasión.

En aquella selva en que no había estaciones del año ni tampoco cambios del día a la noche, la experiencia del tiempo era también muy distinta de la que Roxas había tenido
hasta entonces. Y por eso no sabía cuánto tiempo llevaba ya andando por la selva. Sin embargo, poco a poco, la alegría de ser bien parecido cambió: se convirtió en algo natural. No es que lo hiciera menos feliz, sino que le parecía no haber sido nunca distinto.

Aquello tenía un motivo, que Roxas sólo supo mucho, muchísimo tiempo después y que ahora no sospechaba. A cambio de la hermosura que se le había concedido, iba olvidando poco a poco que en otro tiempo había sido escuchimizado.

Aunque hubiese notado algo, sin duda no le hubiera importado mucho ese recuerdo. Sin embargo, el olvido vino por sí solo, de forma totalmente imperceptible. Y cuando el recuerdo hubo desaparecido por completo, le pareció como si él hubiera sido siempre como entonces. Y precisamente por eso su deseo de ser bien parecido se calmó, porque alguien que ha sido siempre bien parecido no lo desea ya.

Apenas había llegado a ese punto cuando sintió cierta intranquilidad y se despertó en él un nuevo deseo. ¡Ser sólo bien parecido no servía de nada! ¡Quería ser también fuerte, más fuerte que nadie! ¡El más fuerte que hubiera!

Mientras seguía andando por Perelín, la Selva Nocturna, comenzó a sentir hambre. Cogió aquí y allá algunos de los frutos luminosos y de extrañas formas y probó cautelosamente si eran comestibles. No sólo lo eran, como comprobó con satisfacción, sino que sabían también extraordinariamente bien, unos agrios, otros dulces, otros un poco amargos, pero todos realmente apetitosos. Sin dejar de andar, se comió uno tras otro, y sintió al hacerlo que una fuerza maravillosa recorría sus miembros.

Entretanto, la resplandeciente maleza de la selva se había espesado tanto a su alrededor que le impedía la vista hacia todos los lados. Y, por añadidura, también las lianas y raíces aéreas empezaban a crecer de arriba abajo y a entretejerse con la espesura, formando una maleza impenetrable. Roxas, dando golpes con el canto de la mano, se abría camino, y la espesura se separaba como si utilizase un machete o un facón. La brecha se cerraba enseguida tras él, tan perfectamente como si nunca hubiera existido.

Siguió adelante, pero una pared de gigantes arbóreos, cuyos troncos no dejaban espacio alguno entre ellos, le cerró el paso.

Roxas extendió ambas manos... ¡y separó dos de los troncos! La abertura se cerró de nuevo sin ruido tras él. Roxas lanzó un salvaje grito de júbilo.

¡Era el Rey de la Selva!

Durante algún tiempo, se contentó con abrirse camino por la jungla, como un elefante que hubiera oído la Gran Llamada. Sus fuerzas no se agotaban, no tenía que detenerse en ningún momento para recuperar el aliento, no tenía punzadas de costado ni palpitaciones; ni siquiera sudaba.

Pero finalmente se hartó de hacer estragos y le entraron ganas de contemplar Perelín, su reino, desde lo alto, para ver hasta dónde se extendía.

Miró hacia arriba calculadoramente, se escupió en las manos, cogió una liana y comenzó a izarse, sencillamente así, mano sobre mano, sin utilizar las piernas, como había visto hacer a los artistas de circo. Como un pálido recuerdo de días muy pretéritos, se vio por un momento a sí mismo, durante la clase de gimnasia, balanceándose como un saco de patatas, con gran regocijo de toda la clase, al extremo inferior de una escala de cuerda. Tuvo que sonreír. Sin duda se habrían quedado con la boca abierta si hubieran podido verlo ahora. Se hubieran sentido orgullosos de ser sus amigos. Pero él no les hubiera hecho ni caso.

Sin detenerse una sola vez, llegó finalmente a la rama de la que colgaba la liana. Se colocó sobre la rama a horcajadas. La rama era gruesa como un barril y fosforescía por dentro con un resplandor rojizo. Roxas se puso en pie cautelosamente y se balanceó hacia el extremo del tronco. También allí una espesa vegetación trepadora le cerraba el paso, pero él la atravesó sin esfuerzo.

El tronco era allí arriba tan grueso, que cinco hombres no hubieran podido abarcarlo. Otra rama lateral, que sobresalía un poco más alto y en otra dirección del tronco, no quedaba a su alcance desde donde estaba. Por ello, dio un salto para agarrar una raíz aérea y se columpió de un lado a otro hasta que pudo, mediante un nuevo salto arriesgado, alcanzar la rama superior. Desde allí pudo izarse a otra todavía más alta. Ahora estaba muy arriba en el ramaje, por lo menos a cien metros, pero el follaje y las ramas no le dejaban ver el suelo.

Sólo cuando hubo alcanzado aproximadamente el doble de esa altura encontró aquí y allá sitios despejados que le permitieron mirar a su alrededor. Sin embargo, allí empezó a ponerse difícil la cosa, precisamente porque cada vez había menos ramas y ramitas. Y finalmente, cuando estaba ya casi arriba, tuvo que detenerse porque no encontró nada a que agarrarse más que el tronco liso y desnudo, que tenía el espesor de un poste de telégrafos.

Roxas miró hacia lo alto y vio que aquel tronco o tallo terminaba unos veinte metros más arriba en una flor gigantesca, de color rojo oscuro, que relucía. Cómo podría llegar hasta ella no le resultaba nada claro. Pero tenía que subir, porque no quería quedarse donde estaba. Por consiguiente, abrazó el tronco y trepó los últimos veinte metros como un acróbata. El tronco se columpiaba a un lado y a otro y se curvaba como una brizna de hierba en el viento.

Por fin estuvo arriba, inmediatamente debajo de la flor, que se abría hacia lo alto como un tulipán. Consiguió introducir una mano entre sus pétalos. De esa forma encontró un asidero, obligó a la flor a abrirse más y se izó hasta ella. Durante un segundo se quedó echado, porque ahora sí que estaba un tanto sin aliento. Pero enseguida se puso en pie y miró por el borde del gigantesco capullo de rojo resplandor, hacia todos lados, como desde la cofa de un navío.

¡La vista era grandiosa y desafiaba toda descripción! La planta en cuya flor estaba era una de las más altas de toda la jungla y, por eso, podía ver muy lejos. Sobre él seguía estando la oscuridad aterciopelada como un cielo nocturno sin estrellas, pero por debajo se extendía la inmensidad de las copas de los árboles de Perelín, con un juego de colores tal que casi hizo que se le salieran los ojos de las órbitas.

Y Roxas se quedó allí largo tiempo, empapándose de aquella vista. ¡Era su reino! ¡Lo había creado él! Era el Rey de Perelín.

Y, una vez más, su salvaje grito de júbilo resonó sobre la jungla luminosa.

El crecimiento de las plantas nocturnas continuaba sin embargo, en silencio, suave e ininterrumpidamente.


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Mensaje  HinaTari Miér Ago 20, 2008 4:18 pm

XIV: GOAB, EL DESIERTO DE COLORES

Nunca había dormido Roxas tanto ni tan profundamente como en aquella gigantesca flor de resplandor rojizo. Cuando abrió los ojos vio que el cielo de la noche, de un negro aterciopelado, seguía formando su bóveda sobre él. Se estiró y sintió, satisfecho, la fuerza maravillosa de sus miembros.

Y otra vez, sin que se hubiera dado cuenta de ello, había sufrido una transformación. Su deseo de ser fuerte se había cumplido.

Cuando se puso en pie y miró por el borde de la gigantesca flor, comprobó que Perelín, aparentemente, había dejado poco a poco de crecer. La Selva Nocturna no había cambiado mucho. Roxas no sabía que eso tenía que ver también con el cumplimiento de su deseo ni que, al mismo tiempo, el recuerdo de su debilidad y torpeza se había desvanecido. Ahora era fuerte y bien parecido pero, por alguna razón, no le bastaba. Ser fuerte y apuesto sólo tenía sentido si se era además duro, resistente y espartano. Como Axel. Pero bajo aquellas flores luminosas, donde sólo había que alargar la mano para coger los frutos, no había oportunidad para ello.

En el Este, los primeros tonos delicados del crepúsculo matutino, de color madreperla, comenzaban a aparecer sobre el horizonte de Perelín. Y cuanto más clareaba tanto más palidecía la fosforescencia de las plantas nocturnas.

«Muy bien», se dijo Roxas, «ya pensaba que nunca se haría de día.»

Se sentó en el suelo de la flor y pensó qué podía hacer. ¿Bajar otra vez y seguir dando vueltas? Indudablemente, como Rey de Perelín, podía abrirse camino por donde quisiera. Podía andar por allí durante días y meses, años quizá. La jungla era demasiado grande para salir nunca de ella. Pero por muy hermosas que fueran las plantas nocturnas, a la larga no eran lo que Roxas necesitaba. Muy distinto sería, por ejemplo, atravesar un desierto... el mayor desierto de Fantasia. ¡Sí, eso sería algo de lo que se podría estar realmente orgulloso!

Y en aquel momento sintió que una fuerte sacudida recorría la gigantesca planta. El tronco se inclinó y se oyó un ruido chisporroteante y goteante. Roxas tuvo que agarrarse para no caer de la flor, que seguía inclinándose y estaba ahora horizontal. La vista de Perelín que se le ofreció era espantosa. El sol había salido entretanto e iluminaba una imagen de destrucción. De las enormes plantas nocturnas apenas quedaba nada. Mucho más deprisa de lo que habían surgido, se desintegraban ahora, bajo la deslumbrante luz del sol, en polvo y arena fina y coloreada. Sólo aquí y allá se alzaban los muñones de algunos árboles gigantescos, que se desmoronaban como las torres de un castillo de arena al secarse. La última de las plantas que parecía resistir era aquella en cuya flor estaba Roxas. Pero cuando Roxas intentó agarrarse a sus pétalos, se le pulverizaron en las manos y fueron arrastrados por el viento como nubes de arena. Ahora que nada le ocultaba la vista hacia abajo, vio también la altura de vértigo a que se encontraba. Si no quería arriesgarse a caer, tenía que intentar bajar tan aprisa como pudiera.

Cuidadosamente, para no provocar ninguna sacudida innecesaria, salió de la flor y se puso a horcajadas sobre el tallo, doblado ahora como una caña de pescar. Apenas lo había hecho, toda la flor cayó también tras él, pulverizándose al caer en una nube roja.

Con la mayor cautela, Roxas siguió avanzando. Muchos no hubieran podido soportar la vista del terrible abismo sobre el que se columpiaba y, acometidos por el pánico, se hubieran precipitado en él, pero Roxas no tenía vértigo y conservaba sus nervios de acero. Sabía que un solo movimiento imprudente podía destrozar la planta. No debía dejar que el peligro lo indujera a hacer ninguna imprudencia. Lentamente siguió moviéndose y llegó por fin al lugar en que el tronco se inclinaba otra vez y, finalmente, se ponía vertical. Roxas lo abrazó y se dejó resbalar hacia abajo centímetro a centímetro. Varias veces fue cubierto por grandes nubes de polvo de colores que caían desde arriba. Ramas laterales no había ya y, cuando todavía quedaba un muñón, se desmoronaba en cuanto Roxas intentaba utilizarlo como apoyo. Hacia abajo, el tronco se hacía cada vez más grueso y Roxas no podía ya abarcarlo. Y todavía estaba a la altura de una torre sobre el suelo. Se detuvo un momento para pensar cómo seguir adelante.

Sin embargo, una nueva sacudida que recorrió el gigantesco tocón lo hizo abandonar toda duda. Lo que quedaba aún del tronco se deshizo, formando una montaña en forma de cono puntiagudo, por la que rodó Roxas en salvaje torbellino dando unas cuantas vueltas de campana hasta encontrarse, por fin, al pie de la montaña. El polvo de colores
que cayó después comenzó a sepultarlo, pero él se libró, se sacudió la arena de las orejas y de la ropa, y escupió unas cuantas veces fuertemente. Luego miró a su alrededor.

El espectáculo que vio era increíble: la arena, con movimiento lento y fluctuante, estaba en todas partes. Iba de aquí para allá en extraños remolinos y corrientes, y se amontonaba en colinas y dunas de altura y extensión muy diversas, pero siempre de un color determinado. La arena de color azul pálido se acumulaba para formar un montón azul pálido, la verde uno verde y la violeta uno violeta. Perelín se disolvía, convirtiéndose en un desierto, ¡pero qué desierto!

Roxas había trepado a una duna de color púrpura y no veía a su alrededor más que colina tras colina de todos los colores imaginables. Porque cada colina tenía una tonalidad que no se repetía en ninguna otra. La más próxima era azul cobalto, la siguiente amarillo azafrán, detrás relucían otras de color carmesí, añil, verde manzana, azul celeste, naranja, rosa melocotón, malva, azul turquesa, lila, verde musgo, rojo rubí, tierra de sombra, amarillo índico, rojo cinabrio y lapislázuli. Y así seguían las colinas, de un horizonte a otro, hasta donde los ojos no podían ya ver más. Arroyos de arena dorados y plateados corrían entre esas colinas, separando los colores entre sí.

-¡Esto -dijo en voz alta Roxas- es Goab, el Desierto de Colores!

El sol subía más y más y el calor se hacía sofocante. El aire empezó a vibrar sobre las dunas de arena de colores y Roxas se dio cuenta de que su situación se había hecho realmente difícil. En aquel desierto no podía quedarse, eso era seguro. Si no lograba salir de allí, moriría de sed en poco tiempo.

Involuntariamente, cogió el signo de la Emperatriz Infantil que llevaba al pecho, con la esperanza de que lo guiase. Luego se puso en camino valientemente.

Trepó una duna tras otra, bajó por ellas, una tras otra,. y durante horas luchó así por avanzar, sin ver más que una colina tras otra. Sólo los colores cambiaban continuamente. Sus fabulosas fuerzas físicas no le servían de nada, porque las distancias de un desierto no pueden vencerse por la fuerza. El aire era un soplo ardiente y estremecido del infierno y apenas se podía respirar. La lengua se le pegaba al paladar y tenía el rostro inundado de sudor.

El sol se había convertido en un remolino de fuego en mitad del cielo. Estaba allí desde hacía mucho tiempo y no parecía moverse ya. El día del desierto duraba tanto como la noche de Perelín.

Roxas siguió adelante, siempre adelante. Los ojos le ardían y tenía la boca como un trozo de cuero. Pero no se rindió. Su cuerpo estaba abrasado y la sangre se volvió tan espesa en sus venas que apenas circulaba ya. Pero Roxas siguió adelante, lentamente, paso a paso, sin apresurarse ni detenerse, como hacen los caminantes del desierto experimentados. No prestaba atención al suplicio de la sed que atormentaba su cuerpo. Se había despertado en él una voluntad tan férrea, que ni el cansancio ni las privaciones podían doblegarla.

Pensó en lo rápidamente que antes se desanimaba. Empezaba cien cosas y, a la menor dificultad, las abandonaba. Siempre tenía un miedo ridículo a
ponerse enfermo o tener que soportar dolores. Pero todo aquello había quedado muy atrás.

Aquel camino que ahora recorría a través de Goab, el Desierto de Colores, nadie se había atrevido a emprenderlo antes, y nadie, después de él, se atrevería a emprenderlo nunca.

Y probablemente nadie lo sabría jamás.

Esa última idea lo llenó de preocupación. Pero no se dejó desanimar. Todo indicaba que Goab era tan inconcebiblemente grande que nunca podría llegar al límite del desierto. La idea de morir de sed más pronto o más tarde a pesar de toda su resistencia no le daba miedo. Soportaría la muerte tranquilo y con dignidad, lo mismo que los cazadores del pueblo de Axel. Pero como nadie se atrevía a adentrarse en aquel desierto, nadie llevaría tampoco la noticia del fin de Roxas. Ni a Fantasía ni a su casa. Sencillamente, lo darían por desaparecido y sería como si no hubiera estado nunca en Fantasía ni en el desierto de Goab.

Mientras, sin dejar de andar, pensaba en ello, tuvo de pronto una idea. Toda Fantasía, se dijo, estaba contenida en aquel libro en que escribía el Viejo de la Montaña Errante. Y aquel libro era la Historia Interminable, que él mismo había leído en el desván. Quizá estuviera también en el libro todo lo que le pasaba ahora. Y, por lo tanto, podía ocurrir muy bien que otro lo leyera algún día... y hasta que lo estuviera leyendo ahora, en aquel momento. Por consiguiente, debía de ser posible también dar a ese alguien una señal.

La colina de arena sobre la que estaba Roxas en aquel momento era de color azul ultramar. Separada de ella por un pequeño valle había una duna de un rojo encendido. Roxas fue hasta ella, cogió con las dos manos arena roja y la llevó a la colina azul. Luego trazó con arena en la ladera una larga línea. Volvió atrás, trajo más arena roja y repitió la operación una y otra vez. Al cabo de un rato había trazado cinco gigantescas letras rojas sobre fondo azul:

RoXaS


Contento, contempló su obra. Aquello no podía dejar de verlo nadie que leyera la Historia Interminable. Le pasara a él lo que le pasara, se sabría dónde había quedado.


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Mensaje  HinaTari Miér Ago 20, 2008 4:21 pm

(continuacion capitulo 14)

Se sentó en la cima del monte de color rojo encendido y descansó un poco. Las tres letras brillaban deslumbradoras bajo el sol abrasador del desierto.

Otra vez se había borrado en Roxas una parte de su memoria del mundo de los seres humanos. Ya no sabía que antes había sido sensible, hasta quejica a veces. Su resistencia y su dureza lo llenaban de orgullo. Pero ya se anunciaba en él un nuevo deseo.

«Desde luego, no tengo miedo», dijo para sí como acostumbraba, «pero me falta el verdadero valor. Soportar privaciones y aguantar fatigas es algo grande. ¡Pero la audacia y el valor son otra cosa! Me gustaría correr una verdadera aventura que exigiera un valor temerario. En el desierto no se encuentra a nadie... y sería estupendo encontrar a un ser peligroso... No haría falta que fuera tan horrible como Ygrámul, pero sí mucho más peligroso aún. Debería ser hermoso y, al mismo tiempo, la criatura más peligrosa de toda Fantasía. Y yo me enfrentaría con ella y...»

Roxas no pudo seguir, porque en aquel mismo instante sintió que la arena del desierto vibraba bajo sus pies. Era como un trueno de tal intensidad que se sentía más que se oía.

Roxas se volvió y vio en el lejano horizonte del desierto una aparición que, al principio, no pudo explicarse. Algo se movía como un bólido, a toda velocidad. Con rapidez increíble, describió un amplio círculo en torno al lugar en que estaba Roxas y luego, de pronto, vino directamente hacia él. En el aire vibrante de calor, que hacía que todos los contornos se estremecieran como llamas, aquel ser parecía un demonio de fuego danzante.

El miedo se apoderó de Roxas y, antes de haberlo pensado bien, había corrido al valle que había entre la duna roja y la azul para ocultarse de aquel ser de fuego que se acercaba. Pero apenas estuvo allí se avergonzó de su miedo y se dominó.

Cogió a AURYN de su pecho y sintió cómo todo el valor que acababa de desear se precipitaba en su corazón, llenándolo por completo.

Entonces oyó otra vez aquel trueno profundo que hacía temblar el suelo del desierto, pero esta vez muy cercano. Levantó la vista.

Sobre la cumbre de la duna de color rojo encendido había un león gigantesco. Estaba exactamente delante del sol, de forma que su majestuosa melena le rodeaba el rostro como una corona de llamas. Pero aquella melena, y también el resto de su piel, no era amarilla, como suele ser en los leones, sino de un rojo tan encendido como el de la arena en que se encontraba.

El león parecía no haber visto al chico que, en comparación con él, resultaba diminuto en el valle que separaba las dos colinas; miraba más bien las letras rojas que cubrían la colina de enfrente. Y entonces dejó oír otra vez su voz poderosa y retumbante:

-¿Quién ha hecho eso?

-Yo -dijo Roxas.

-¿Y qué quiere decir?

-Es mi nombre -respondió Roxas-. Me llamo Roxas.

Sólo entonces volvió el león hacia él la mirada y Roxas tuvo la sensación de que lo envolvía un manto de llamas, en el que ardería en el acto para convertirse en cenizas. Sin embargo, la impresión desapareció enseguida y sostuvo la mirada del león.

-Yo -dijo el poderoso animal- soy Graógraman, Señor del Desierto de Colores y al que llaman también la Muerte Multicolor.

Los dos seguían mirándose y Roxas notó el poder fatal que se desprendía de aquellos ojos.

Fue como una invisible lucha de fuerzas. Y, finalmente, el león bajó la mirada. Con movimientos lentos y majestuosos descendió de la duna. Cuando pisó la arena azul ultramar, su color cambió también, de forma que piel y melena fueron igualmente azules. El gigantesco animal se quedó un segundo ante Roxas, que tenía que mirarlo como mira un ratón a un gato, y luego, repentinamente, Graógraman se echó, humillando la cabeza ante el niño hasta tocar el suelo.

-Señor -dijo-, soy tu siervo y aguardo tus órdenes.

-Quisiera salir de este desierto -explicó Roxas-. ¿Puedes sacarme de aquí?

Graógraman sacudió la melena.

-Eso, señor, no puedo hacerlo.

-¿Por qué?

-Porque llevo el desierto conmigo.

Roxas no pudo comprender lo que el león quería decir.

-¿No hay otra criatura -preguntó- que pudiera sacarme de aquí?

-¿Cómo podría ser eso, señor? -respondió Graógraman-. Donde yo estoy no puede haber ser viviente a la redonda. Mi sola presencia basta para reducir a cenizas, a una distancia de mil kilómetros, a los seres más poderosos y terribles. Por eso me llaman la Muerte Multicolor y el Rey del Desierto de Colores.

-Te equivocas -dijo Roxas-: no todos los seres arden en tu reino. Yo, por ejemplo, puedo hacerte frente, como ves.

-Porque llevas el Esplendor, señor. ÁURYN te protege... hasta del más mortífero de todos los seres de Fantasia. Te protege hasta de mí.

-¿Quieres decir que si no tuviera la Alhaja ardería también y quedaría reducido a un montoncito de cenizas?

-Así es, señor, y sucedería aunque yo mismo lo lamentase. Porque eres el primero y el único que ha hablado conmigo jamás.

Roxas cogió el Signo.

-¡Gracias, Naminé! -dijo en voz baja.

Graógraman se enderezó otra vez, en toda su alzada, y contempló a Roxas desde arriba.

-Creo, señor, que tenemos muchas cosas que decirnos. Quizá pueda revelarte secretos que no conoces. Quizá puedas tú también explicarme el enigma de mi existencia, que me está oculto.

Roxas asintió.

-Si fuera posible, quisiera ante todo beber algo. Tengo mucha sed.

-Tu siervo escucha y obedece -respondió Graógraman-. ¿Quieres dignarte subir a mis espaldas? Te llevaré a mi palacio, donde encontrarás cuanto necesites.

Roxas se subió a las espaldas del león. Se agarró con ambas manos a la melena, cuyos mechones lo envolvían como lenguas de fuego. Graógraman volvió hacia él la cabeza.

-Sujétate bien, señor, porque corro mucho. Y otra cosa quisiera pedirte: mientras estés en mi reino o simplemente conmigo... ¡Prométeme que por ningún motivo y en ningún momento abandonarás la Alhaja protectora!

-Te lo prometo -dijo Roxas.

Entonces el león se puso en movimiento, al principio todavía lenta y majestuosamente, y luego cada vez más aprisa. Asombrado, Roxas veía como, en cada nueva colina, la piel y la melena del león cambiaban de color, de acuerdo siempre con el color de la duna. Pero finalmente Graógraman comenzó a dar saltos poderosos de una cima a otra, y corrió a toda velocidad sin que sus poderosas zarpas tocaran apenas el suelo. El cambio de su piel se produjo cada vez más velozmente, hasta que a Roxas comenzó a írsele la vista y vio todos los colores al mismo tiempo, como si el enorme animal fuera un sólo ópalo irisado. Tuvo que cerrar los ojos. El viento, caliente como el mismo infierno, silbaba en sus orejas y le daba tirones del manto, que revoloteaba tras él. Sentía el movimiento de los músculos del cuerpo del león y olía la maraña de su melena, que exhalaba un olor salvaje y excitante. Lanzó un grito de triunfo, que sonó como el de un ave de rapiña, y Graógraman le respondió con un rugido que hizo temblar el desierto. En aquel momento, los dos fueron uno, por grande que pudiera ser la diferencia entre ellos. Roxas estaba como borracho y sólo volvió a recuperar el sentido cuando oyó decir a Graógraman

-Hemos llegado, señor. ¿Quieres dignarte bajar?

De un salto, Roxas bajó al suelo de arena. Delante de él vio una escarpada montaña de roca negra... ¿o eran las ruinas de un edificio? No hubiera podido decirlo, porque las piedras, que yacían alrededor semicubiertas de arena multicolor o formaban arcos, muros y columnas, estaban llenas de profundas grietas y hendiduras, y erosionadas como si, desde tiempos inmemoriales, las tormentas de arena hubiesen pulido sus aristas y desigualdades.

-Éste, señor -oyó decir Roxas al león-, es mi palacio... y mi tumba. Entra y sé bienvenido, como primero y único huésped de Graógraman.

El sol había perdido ya su fuerza abrasadora y estaba, grande y amarillo pálido, sobre el horizonte. Evidentemente, la cabalgada había durado mucho más de lo que le había parecido a Roxas. Los pedazos de columna o agujas de roca, fueran lo que fueran, arrojaban ya sus sombras alargadas. Pronto sería de noche.

Cuando Roxas siguió a Graógraman, a través de un arco oscuro que llevaba al interior del palacio, le pareció que los pasos del león eran menos vigorosos que antes; incluso lentos y pesados.

A través de un pasillo oscuro, por diversas escaleras que subían y bajaban, llegaron a una gran puerta, cuyas hojas parecían hechas igualmente de roca negra. Cuando Graógraman se dirigió a ella, la puerta se abrió por sí sola, y cuando Roxas hubo entrado también, se cerró de nuevo tras él. Estaban ahora en una espaciosa sala o, mejor dicho, en una gruta iluminada por cientos de lámparas. El fuego que ardía en ellas se parecía al jugueteo de las llamas de colores de la piel de Graógraman. En el centro, el suelo, cubierto de mosaicos de colores, se alzaba escalonadamente hasta una plataforma redonda sobre la que descansaba un bloque de piedra negra. Graógraman volvió lentamente hacia Roxas su mirada, que ahora parecía como apagada.

-Mi hora está próxima, señor -dijo, y su voz sonó como un cuchicheo-, y no habrá tiempo para hablar. Sin embargo, no te preocupes y aguarda el día. Lo que siempre ha ocurrido ocurrirá también. Y quizá puedas decirme por qué.

Luego volvió la cabeza hacia una pequeña puerta situada al otro extremo de la caverna.

-Entra ahí, señor, y lo encontrarás todo dispuesto para ti. Ese aposento te espera desde tiempo inmemorial.

Roxas se dirigió hacia la puerta pero, antes de entrar por ella, se volvió otra vez. Graógraman se había echado sobre el bloque de piedra negra y ahora él mismo era negro como la roca. Con una voz que era casi un susurro, el león dijo:

-Escucha, señor: es posible que oigas ruidos que te espanten. ¡Pero no te preocupes! Nada puede ocurrirte mientras lleves el Signo.

Roxas asintió y atravesó la puerta.

Ante él había una estancia, decorada de la forma más espléndida. El suelo estaba cubierto de alfombras suaves y de vivo colorido. Las delgadas columnas, que soportaban una bóveda de muchos arcos, estaban cubiertas de mosaicos dorados que reflejaban en mil pedazos la luz de las lámparas, las cuales brillaban aquí también con todos los colores. En un ángulo había un ancho diván de colchas y cojines blandos de toda clase, cubierto por una tienda de seda azul. En la otra esquina, el suelo de piedra estaba excavado formando una gran piscina, en la que humeaba un líquido luminoso de color dorado. En una mesita baja había cuencos y platos con manjares y también una jarra con una bebida de color rubí y una copa dorada.

Roxas se sentó al estilo árabe junto a la mesita y empezó a servirse. La bebida sabía agria y salvaje, pero apagaba la sed de una forma maravillosa. Los alimentos eran totalmente desconocidos para Roxas. Ni siquiera hubiera podido decir si se trataba de pasteles, grandes guisantes o frutos secos. Algunos parecían calabazas y melones, pero su gusto era totalmente diferente: picante y aromático. Sabían sensacional y sabrosamente. Roxas comió hasta hartarse.

Luego se desnudó -lo único que no se quitó fue el Signo- y se metió en el baño. Durante un rato chapoteó en el raudal de fuego, se lavó, buceó y resopló como una morsa. Entonces descubrió unas botellas de extraño aspecto que había al borde de la piscina. Pensó que serían sales de baño. Despreocupadamente, echó en el agua un poco de cada clase. Algunas produjeron llamas verdes, rojas o amarillas, que borbotearon en la superficie haciendo un poco de humo. Olían a resina y hierbas amargas.

Finalmente Roxas salió del baño, se secó con suaves toallas que había dispuestas y se vistió de nuevo. Al hacerlo le pareció que las lámparas de la habitación ardían de pronto con menos fuerza. Y entonces llegó a sus oídos un ruido que hizo que un escalofrío le recorriera la espalda: un crujido y un chasquido, como si estallara una gran roca de hielo, que se extinguió en un gemido cada vez más suave.

El ruido no se repitió. Pero el silencio era casi más espantoso aún. ¡Tenía que averiguar lo que había sucedido! Abrió la puerta dé la alcoba y miró dentro de la gran caverna. Al principio no pudo descubrir ningún cambio, salvo que las lámparas ardían más apagadamente y su luz empezaba a pulsar como el latido de un corazón, cada vez más lentamente. El león estaba todavía en la misma posición sobre el bloque de piedra negra y parecía mirar a Roxas.

-Graógraman -llamó Roxas en voz baja-. ¿Qué ha pasado? ¿Qué ruido era ése? ¿Has sido tú?

El león no respondió ni se movió, pero cuando Roxas se dirigió hacia él lo siguió con los ojos.

Roxas extendió titubeando la mano para acariciarle la melena, pero apenas la había tocado retiró la mano asustado. Estaba dura y helada como la piedra negra, y lo mismo pasaba con el rostro y las zarpas de Graógraman.

Roxas no supo qué hacer. Vio que los negros batientes de piedra de la gran puerta se abrían despacio. Sólo cuando estaba ya en el largo pasillo oscuro y subía por la escalera se preguntó qué buscaba allí fuera. No podía haber nadie en aquel desierto capaz de salvar a Graógraman.

¡Pero ya no había desierto!

En la oscuridad de la noche comenzaba a brillar y resplandecer por todas partes. Millones de diminutos brotes de plantas surgían de los granos de arena, que eran otra vez semillas. ¡Perelín, la Selva Nocturna, había empezado otra vez a crecer!

Roxas sospechó de pronto que la congelación de Graógraman, de alguna forma, tenía algo que ver con ello. Volvió otra vez a la caverna. La luz de las lámparas temblaba aún, muy débilmente. Llegó hasta el león, le pasó el brazo por el poderoso cuello y apretó su cara contra el rostro del animal.

Ahora también los ojos del león eran negros y muertos como la piedra. Graógraman estaba petrificado. Hubo un último estremecimiento de las luces, y luego todo se hizo oscuro como una tumba.

Roxas lloró amargamente y el rostro del león de piedra se mojó con sus lágrimas. Por fin se echó, diminuto, acurrucado entre las poderosas patas delanteras del león, y se durmió.

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Mensaje  HinaTari Miér Ago 20, 2008 4:40 pm

XV: LA MUERTE MULTICOLOR

Oyó la retumbante voz del león que decía:

-¡Señor! ¿Has pasado así toda la noche?

Roxas se incorporó rápidamente, frotándose los ojos. Estaba entre las zarpas delanteras del león, el enorme animal lo miraba y había asombro en la mirada de Graógraman. La piel del león seguía siendo negra como los bloques de piedra sobre los que descansaba, pero sus ojos centelleaban. Las lámparas, en lo alto, ardían de nuevo.

-¡Ay! -balbuceó Roxas-, pensé... pensé que estabas petrificado.

-Lo estaba -respondió el león-. Muero cada día cuando cae la noche, y cada mañana despierto de nuevo.

-Yo creí que era para siempre -explicó Roxas.

-Cada vez es para siempre -repuso Graógraman enigmáticamente.

Se puso en pie, se estiró y desperezó, y anduvo de un lado a otro de la caverna como hacen los leones. Su piel llameante comenzó a arder cada vez más luminosamente con los colores de las abigarradas baldosas. De pronto se detuvo en sus paseos y miró al niño.

-¿Has derramado lágrimas por mí?

Roxas asintió en silencio.

-Entonces -dijo el león-, no sólo eres el único que ha dormido entre las zarpas de la Muerte Multicolor, sino también el único que ha llorado su muerte.

Roxas miró al león, que volvía a andar de un lado a otro, y por fin preguntó en voz baja.

-¿Siempre estás solo?

El león se detuvo de nuevo, pero esta vez no miró a Roxas. Mantuvo la cabeza vuelta y repitió, con voz retumbante:

-Solo...

La palabra resonó en la caverna.

-Mi reino es el desierto... y el desierto es también mi obra. A dondequiera que vaya, todo se convierte en desierto a mi alrededor. Lo llevo conmigo. Soy de un fuego destructor. ¿Cómo podría tener otro destino que una perpetua soledad?

Roxas calló confuso.

-Tú, señor -siguió diciendo el león, dirigiéndose hacia el muchacho y mirándolo a la cara con sus ojos ardientes-, que llevas el signo de la Emperatriz Infantil, podrás responderme: ;por qué tengo que morir al caer la noche?

-Para que en el Desierto de Colores pueda crecer Perelín, la Selva Nocturna.

-¿Perelín? -repitió el león-. ¿Qué es eso?

Y entonces Roxas le habló de las maravillas de la jungla hecha de luz viva. Mientras Graógraman escuchaba inmóvil y sorprendido, le describió la diversidad y magnificencia de las plantas brillantes y fosforescentes que se multiplicaban por sí solas, su crecimiento incesante y silencioso, su hermosura y su tamaño indescriptibles. Hablaba con entusiasmo y los ojos de Graógraman resplandecían cada vez más.

-Y todo eso -concluyó Roxas- sólo puede ser mientras estás petrificado. Pero Perelín lo invadiría todo y se sofocaría a sí mismo si no tuviera que morir y deshacerse en el polvo, una y otra vez, en cuanto tú despiertas. Perelín y tú, Graógraman, sois una misma cosa.

Graógraman calló largo rato.

-Señor -dijo luego-, ahora sé que mi muerte da la vida y mi vida la muerte, y que ambas cosas son buenas. Ahora comprendo el sentido de mi existencia. Gracias.

Se dirigió lenta y solemnemente al rincón más oscuro de la caverna. Lo que hizo allí no pudo verlo Roxas, pero oyó un ruido metálico. Cuando Graógraman volvió, llevaba en la boca algo que puso ante los pies de Roxas con una profunda inclinación de cabeza.

Era una espada.

De todas formas, no parecía muy magnífica. La funda de hierro en que se alojaba estaba oxidada y el puño era casi como el de un sable de juguete hecho de algún viejo pedazo de madera.

-¿Puedes darle un nombre? -preguntó Graógraman.

-¡Sikanda! -dijo Roxas.

En aquel mismo instante, la espada salió chirriando de su funda y voló literalmente a sus manos. Roxas vio que la hoja era de una luz resplandeciente que apenas podía mirarse. La espada tenía doble filo y se sentía ligera como una pluma en la mano.

-Esa espada -dijo Graógraman- estuvo siempre aquí para ti. Porque sólo puede tocarla sin peligro quien ha cabalgado sobre mis espaldas, ha comido y bebido de mi fuego y se ha bañado en él como tú. Pero únicamente porque has sabido darle su verdadero nombre te pertenece.

-¡Sikanda! -murmuró Roxas, observando maravillado su luz centelleante mientras hacía girar despacio la espada en el aire-. Es una espada mágica, ¿verdad?

-Sea de acero o de piedra -respondió Graógraman-, nada hay en Fantasía que pueda resistirla. Sin embargo, nunca debes forzarla. Sólo cuando salte por sí misma a tus manos, como ahora, deberás utilizarla... sea cual fuere la amenaza. Sikanda guiará tu mano y hará, por sí sola, lo que haya que hacer. Sin embargo, si la desenvainas por capricho, traerás una gran desgracia sobre ti y sobre Fantasia. ¡No lo olvides nunca!

-No lo olvidaré -prometió Roxas.

La espada regresó a su funda y volvió a parecer vieja y sin valor. Roxas se ató a la cintura las correas de cuero de las que colgaba la vaina.

-Y ahora, señor, si te place -propuso Graógraman-, vamos a cazar juntos en el desierto. ¡Súbete a mis espaldas, porque tengo que salir!

Roxas se subió a él y el león trotó hasta el aire libre. El sol de la mañana ascendía sobre el horizonte del desierto y la Selva Nocturna se había convertido otra vez, hacía tiempo, en arena de colores. Los dos pasaron raudos sobre las dunas como una antorcha danzante o como un viento tempestuoso incandescente. Roxas se sentía como si cabalgara sobre un cometa en llamas a través de luces y colores. Y una vez más sintió una embriaguez salvaje.

Hacia el mediodía, Graógraman se detuvo de pronto.

-Éste es el lugar, señor, en que nos encontramos ayer.
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Mensaje  HinaTari Miér Ago 20, 2008 4:41 pm

(continuacion capitulo 15)

Roxas estaba un poco aturdido aún por la salvaje correría. Miró a su alrededor pero no pudo descubrir ni la colina de arena azul ultramar ni la de color rojo encendido. Tampoco se veían las letras. Las dunas eran ahora de color verde oliva y rosa.

-Todo es muy distinto -dijo.

-Así es, señor -respondió el león-. Eso ocurre cada día... siempre es distinto. Hasta ahora no sabía por qué. Pero ahora que tú me has contado que Perelín nace de la arena puedo comprenderlo también.

-Pero, ¿cómo sabes que es éste el lugar de ayer?

-Lo siento, lo mismo que siento cualquier otro punto de mi cuerpo. El desierto es parte de mí.

Roxas bajó de las espaldas de Graógraman y se sentó en la colina de color verde oliva. El león se echó junto a él; ahora era también verde oliva. Roxas apoyó la barbilla en la mano y miró pensativamente el horizonte.

-¿Puedo preguntarte una cosa, Graógraman? -dijo tras un largo silencio.

-Tu servidor escucha -fue la respuesta del león.

-¿Es verdad que estás aquí desde siempre?

-Desde siempre -aseguró Graógraman.

-Y el desierto de Goab, ¿ha existido también siempre?

-Sí, también el desierto. ¿Por qué lo preguntas?

Roxas pensó un rato.

-No comprendo -reconoció por fin-. Yo hubiera apostado a que sólo estaba aquí desde ayer.

-¿Qué quieres decir, señor?

Y entonces Roxas le contó todo lo que le había pasado desde su encuentro con Naminé.

-Todo es muy extraño -dijo para terminar-: se me ocurre cualquier deseo y enseguida sucede algo que concuerda con ese deseo y lo cumple. No es que me lo imagine, ¿sabes? Jamás hubiera podido inventarme todas las plantas nocturnas distintas de Perelín. Ni los colores de Goab... ¡Ni a ti! Todo es mucho más grandioso y real de lo que podría imaginar. Y, sin embargo, todo está ahí cuando lo deseo.

-Eso es porque llevas a ÁURYN, el Esplendor -dijo el león.

-Lo que no entiendo es otra cosa -trató de explicar Roxas-. ¿Todo está ahí sólo cuando yo lo deseo? ¿O estaba ya antes y únicamente lo adivino de algún modo?

-Las dos cosas -dijo Graógraman.

-Pero, ¿cómo puede ser? -exclamó Roxas casi con impaciencia-. Tú llevas ya quién sabe cuánto tiempo aquí, en el Desierto de Colores de Goab. La habitación de tu palacio me esperaba desde siempre. Sikanda, la espada, me estaba destinada desde tiempo inmemorial... ¡Tú mismo lo has dicho!

-Así es, señor.

-Pero yo... ¡yo estoy sólo desde ayer por la noche en Fantasía! ¡Por lo tanto, no es verdad que todo exista sólo desde que estoy aquí!

-Señor -respondió el león serenamente- ¿no sabes que Fantasia es el reino de las historias? Una historia puede ser nueva y, sin embargo, hablar de tiempos remotos. El pasado surge con ella.

-Entonces también Perelín debe de hacer existido siempre -dijo Roxas desconcertado.

-Desde el momento en que le diste su nombre, señor -contestó Graógraman- existió desde siempre.

-¿Quieres decir que yo lo creé?

El león guardó silencio un rato, antes de responder:

-Eso sólo puede decírtelo la Emperatriz Infantil. De ella lo has recibido todo.

Se levantó.

-Ya es hora, señor, de que volvamos a mi palacio. El sol declina y el camino es largo.

Aquella noche Roxas se quedó con Graógraman, que se echó otra vez sobre el negro bloque de piedra. No hablaron más. Roxas se sirvió alimentos y bebidas de la alcoba, donde la mesita baja había sido puesta otra vez por manos fantasmales. Devoró la comida, sentado en los escalones que llevaban al bloque de piedra.

Cuando la luz de las lámparas disminuyó y comenzó a palpitar como un corazón que latiera cada vez más despacio, Roxas se puso en pie y ciñó en silencio con sus brazos el cuello del león. La melena de Graógraman era dura y parecía de lava solidificada. Y entonces volvió a oírse aquel ruido espantoso, pero Roxas no tuvo ya miedo. Lo que, una vez más, hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas fue la irrevocabilidad de la desgracia de Graógraman.

Más tarde en la noche, Roxas se dirigió de nuevo a tientas al exterior y contempló largo tiempo el silencioso crecimiento de las luminosas plantas nocturnas. Luego volvió a la caverna y se echó a dormir entre las zarpas del león petrificado.

Muchos días y muchas noches fue Roxas huésped de la Muerte Multicolor y se hicieron amigos. Pasaron muchas horas en el desierto, entregados a juegos salvajes. Roxas se escondía entre las dunas de arena, pero Graógraman lo encontraba siempre. Hicieron apuestas sobre quién corría más, pero el león era mil veces más rápido. Hasta lucharon entre sí para divertirse, se enzarzaron y pelearon... y en eso Roxas lo igualaba. Aunque, naturalmente, sólo se trataba de un juego. Graógraman tenía que emplear todas sus fuerzas para estar a la altura del muchacho. Ninguno de los dos podía vencer al otro.

Un día, después de haber estado alborotando, Roxas se sentó, un poco sin aliento, y preguntó:

-¿No podría quedarme siempre contigo?

El león sacudió la melena.

-No, señor.

-¿Por qué no?

-Aquí sólo hay vida y muerte, sólo Perelín y Goab, pero no hay historias. Y tú tienes que vivir tu propia historia. No debes quedarte aquí.

-Pero, ¡si no puedo marcharme! -dijo Roxas-. El desierto es demasiado grande para que nadie pueda salir de él. Y tú no puedes llevarme, porque llevas el desierto contigo.

-Los caminos de Fantasia -dijo Graógraman- sólo puedes encontrarlos con tus deseos. Y sólo puedes ir de un deseo a otro. Lo que no deseas te resulta inalcanzable. Eso es lo que significan aquí las palabras «cerca» y «lejos». Y tampoco basta con querer marcharse de un lugar. Tienes que querer ir a otro. Tienes que dejarte llevar por tus deseos.

-Pero si yo no deseo marcharme... -respondió Roxas.

-Tendrás que encontrar tu próximo deseo -contestó Graógraman casi serio.

-Y si lo encuentro -preguntó Roxas-, ¿cómo podré marcharme de aquí?

-Escucha, señor -dijo en voz baja Graógraman-: hay en Fantasía un lugar que conduce a todas partes y al que puede llegarse desde todas. Ese lugar se llama el Templo de las Mil Puertas. Nadie lo ha visto nunca por fuera, porque no tiene exterior. Su interior sin embargo, está formado por un laberinto de puertas. El que quiera conocerlo, tiene que atreverse a entrar.

-¿Cómo es posible, si uno no puede acercarse por fuera?

-Cada puerta -prosiguió el león-, cada puerta de Fantasía entera, hasta una puerta completamente corriente de establo o de cocina, incluso la puerta de un armario, puede ser, en un momento determinado, la puerta de entrada al Templo de las Mil Puertas. Si el momento pasa, la puerta vuelve a ser lo que era. Por eso nadie puede entrar una segunda vez por la misma puerta. Y ninguna de las mil puertas conduce otra vez al lugar de dónde se vino. No hay vuelta atrás.

-Pero, cuando se está dentro, ¿se puede salir otra vez a alguna parte?

-Sí -respondió el león-, pero no es tan fácil como en las casas corrientes. Porque a través del laberinto de las mil puertas sólo puede guiarte un deseo auténtico. Quien no lo tiene ha de vagar por el laberinto hasta que sabe lo que desea. Y a veces hace falta mucho tiempo para eso.

-¿Y cómo se puede encontrar la puerta de entrada?

-Hay que desearlo.

Roxas meditó largo tiempo y dijo luego:

-Es extraño que no se pueda desear simplemente lo que se quiere. ¿De dónde vienen realmente los deseos? ¿Y qué es eso, un deseo?

Graógraman miró al niño con los ojos muy abiertos, pero no respondió.

Unos días más tarde, tuvieron otra vez una conversación muy importante.

Roxas le enseñó al león la inscripción del reverso de la Alhaja.

-¿Qué significa? -preguntó-. «HAZ LO QUE QUIERAS.» Eso quiere decir que puedo hacer lo que me dé la gana, ¿no crees?

El rostro de Graógraman pareció de pronto terriblemente serio y sus ojos comenzaron a arder.

-No -dijo con voz profunda y retumbante-. Quiere decir que debes hacer tu Verdadera Voluntad. Y no hay nada más difícil.

-¿Mi Verdadera Voluntad? -repitió Roxas impresionado-. ¿Qué es eso?

-Es tu secreto más profundo, que no conoces.

-¿Cómo puedo descubrirlo entonces?

-Siguiendo el camino de los deseos, de uno a otro, hasta llegar al último. Ese camino te conducirá a tu Verdadera Voluntad.

-No me parece muy difícil -opinó Roxas.

-Es el más peligroso de todos los caminos -dijo el león.

-¿Por qué? -preguntó Roxas-. Yo no tengo miedo.

-No se trata de eso -retumbó Graógraman-. Ese camino exige la mayor autenticidad y atención, porque en ningún otro es tan fácil perderse para siempre.

-¿Quieres decir que no siempre son buenos los deseos que se tienen? -trató de averiguar Roxas.

El león azotó con la cola la arena en que estaba echado. Agachó las orejas, frunció el hocico y sus ojos despidieron fuego. Roxas se agachó involuntariamente cuando Graógraman, con una voz que hizo vibrar nuevamente el suelo, dijo:

-¡Qué sabes tú lo que son deseos! ¡Qué sabes tú lo que es o no es bueno!

Roxas pensó mucho al día siguiente en todo lo que la Muerte Multicolor le había dicho. Sin embargo, muchas cosas no se pueden averiguar pensando: hay que vivirlas. Y por eso sólo mucho más tarde, cuando había vivido mucho, recordó las palabras de Graógraman y empezó a comprenderlas.

En aquella época se produjo otra vez una transformación en Roxas. A todos los dones que había recibido desde su encuentro con Naminé se había añadido ahora el valor. Y, como cada vez, también ésta había perdido algo a cambio: concretamente, el recuerdo de su pusilanimidad anterior. Como no temía ya nada, comenzó a tomar forma en él, imperceptiblemente al principio pero con más claridad cada vez, un nuevo deseo. No quería seguir solo. Porque también con la Muerte Multicolor estaba, en cierto sentido, solo. Quería demostrar sus cualidades a otros, quería ser admirado y hacerse famoso.Y una noche, mientras contemplaba otra vez el crecimiento de Perelín, sintió de pronto que era la última vez, que debía despedirse de la magnificencia de la Selva Nocturna. Una voz interior lo llamaba lejos de allí. Dos ojos verdes lo llamaban lejos de allí.

Echó una última mirada sobre la ardiente riqueza de colores y bajó luego a la cueva sepulcral de Graógraman y se sentó en las tinieblas sobre los escalones. No hubiera podido decir qué esperaba, pero sabía que aquella noche no debía acostarse.

Sin embargo, mientras estaba sentado se quedó sin duda adormecido, porque de pronto se sobresaltó como si alguien lo hubiera llamado por su nombre.

La puerta que daba a la alcoba se había abierto. Por la rendija entraba una larga franja de luz roja a través de la cueva oscura.

Roxas se levantó. ¿Se habría cambiado la puerta en aquel instante en la entrada del Templo de las Mil Puertas? Indeciso, se dirigió hacia la abertura e intentó mirar por ella. No pudo reconocer nada. Luego, la rendija comenzó a cerrarse de nuevo lentamente. ¡Pronto desaparecería la única oportunidad de pasar al otro lado!

Se volvió una vez más hacia Graógraman que, inmóvil y con muertos ojos de piedra, estaba sobre su pedestal. La rendija de luz de la puerta caía precisamente sobre él.

-¡Adios Graógraman, y gracias por todo! -dijo Roxas en voz baja-. Volveré. Seguro que volveré.

Luego se deslizó por la abertura de la puerta, que inmediatamente se cerró tras él.
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Mensaje  HinaTari Vie Ago 22, 2008 1:57 pm

XVI: AMARGANZ, LA CIUDAD DE PLATA

Purpúrea caía la luz, en lentas oleadas, sobre el suelo y las paredes de la estancia. Era una habitación de seis esquinas, parecida a una gran celdilla de abeja. En una pared sí y otra no había puertas, y las tres paredes intermedias estaban cubiertas de extrañas pinturas. Eran paisajes quiméricos y criaturas que parecían medio plantas y medio animales. Por una de las puertas había entrado Roxas y las otras dos quedaba a su derecha y su izquierda. La forma de todas las puertas era idéntica, pero la de la izquierda era negra y la de la derecha blanca.

En la estancia contigua la luz era amarillenta. Las paredes mostraban la misma disposición. Las pinturas representaban toda clase de utensilios que Roxas no lograba identificar. ¿Eran herramientas o armas? Las dos puertas que, a izquierda y derecha, conducían más allá, tenían el mismo color; eran amarillas, pero la de la izquierda era alta y estrecha y la de la derecha, en cambio, baja y ancha. Roxas atravesó la de la izquierda.

La estancia en que penetró era, como las dos anteriores, hexagonal, pero tenía una luz azulada. Las pinturas de las paredes mostraban adornos retorcidos o caracteres de algún alfabeto extraño. Aquí las dos puertas eran de la misma forma pero de distinto material: una de madera y otra metálica. Roxas se decidió por la de madera.

Es imposible describir todas las puertas y estancias que atravesó Roxas vagabundeando por el Templo de las Mil Puertas. Había portones que parecían grandes agujeros de cerradura y otros que semejaban la entrada del infierno; había puertas doradas y oxidadas, acolchadas y claveteadas, delgadas como el papel y gruesas como puertas de caja de caudales. Había una que parecía la boca de un gigante y otra que se abría como un puente levadizo, una que semejaba una gran oreja y otra hecha de pan de especias, una que tenía la forma de una puerta de horno y otra que había que desabrochar. A veces, las dos puertas de salida de una habitación tenían algo en común -forma, material, tamaño o color-, pero había siempre alguna cosa que las diferenciaba esencialmente.

Roxas había pasado ya muchas veces de una estancia hexagonal a otra. Cada decisión que tomaba lo ponía ante una nueva decisión, la cual, a su vez, lo arrastraba a otra nueva. Pero todas aquellas decisiones no cambiaban en nada el hecho de que estaba en el Templo de las Mil Puertas... y seguiría estando en él. Mientras andaba y andaba, comenzó a pensar en cuál podía ser la causa. Su deseo había bastado para llevarlo al laberinto pero, evidentemente, no era suficiente para hacer que encontrara la salida. Roxas había deseado compañía. Pero se daba cuenta de que, al hacerlo, no se imaginaba nada concreto. Y eso no lo ayudaba en nada a decidir entre una puerta de cristal y otra de mimbre. Hasta entonces había elegido simplemente al buen tuntún, sin pensárselo mucho. En realidad, cada vez hubiera podido elegir igualmente la otra puerta. Pero de esa forma nunca saldría de allí.

Estaba precisamente en una habitación de luz verdosa. En tres de sus seis paredes había pintadas figuras de nubes. La puerta de la izquierda era de madreperla blanca; la de la derecha, de ébano negro. Y Roxas supo de pronto lo que deseaba: ¡Axel!!

La puerta de madreperla le recordó a Fújur, el dragón de la suerte, cuyas escamas brillaban como la madreperla, de manera que se decidió por ella.

En la habitación siguiente había dos puertas, una de ellas de hierba tejida y la otra consistente en una reja de hierro. Roxas eligió la de hierba, pensando en el Mar de Hierba, el país de Axel.

En la nueva habitación se encontró ante dos puertas que sólo se diferenciaban en que una era de cuero y la otra de fieltro. Roxas pasó, naturalmente, por la de cuero.

Otra vez se encontró ante dos puertas, y allí tuvo que reflexionar una vez más. Una era purpúrea y la otra rojo fuego. Axel era un piel ígnea y llevaba un manto de piel de búfalo purpúreo. En la puerta rojo fuego había pintados unos sencillos signos de color púrpura, como los que llevaba Axel en la frente y las mejillas cuando el viejo Caíron lo encontró. Sin embargo, los mismos signos aparecían también en la puerta purpúrea, y Roxas no sabía si el manto de Axel llevaba esos signos. Así pues, debía de tratarse de un camino que llevaba hasta otro, pero no hasta Axel.

Roxas abrió la rojo fuego... ¡y se encontró al aire libre!

Con gran asombro por su parte, no estaba sin embargo en el Mar de Hierba, sino en un claro bosque primaveral. Los rayos de sol se abrían paso a través del follaje joven y sus juegos de luces y sombras centelleaban en el suelo musgoso. Olía a tierra y a setas, y el aire tibio estaba lleno de gorjeos de pájaros. Roxas se volvió y vio que acababa de salir de una pequeña capilla del bosque. En aquel momento, la puerta de la capilla había sido la de salida del Templo de las Mil Puertas. Roxas la abrió otra vez, pero sólo vio ante sí el interior estrecho y pequeño de la capilla. El tejado se componía únicamente de unas vigas carcomidas que se alzaban en el aire del bosque, y las paredes estaban cubiertas de musgo.

Roxas se puso en camino, sin saber al principio hacia dónde. No dudaba de que, antes o después, se tropezaría con Axel. Y se emocionaba tremendamente pensando en ese encuentro. Les silbó a los pájaros, que le contestaron, y cantó, muy alto y loco de alegría, todo lo que le pasó por la cabeza. Después de andar un poco, vio en un claro a un grupo de personas acampadas. Al acercarse se dio cuenta de que se trataba de muchos hombres con armas magníficas. También había entre ellos una hermosa dama, que se sentaba en la hierba y rasgueaba un laúd. Detrás había algunos caballos, ricamente ensillados y embridados. Delante de los hombres, que estaban echados en la hierba y conversaban, había extendido un mantel blanco y, sobre él, toda clase de alimentos y bebidas.

Roxas se aproximó al grupo, pero antes ocultó el amuleto de la Emperatriz Infantil bajo su camisa, porque quería conocer a aquella gente sin darse él a conocer ni llamar la atención.

Cuando lo vieron llegar, los hombres se pusieron en pie y lo saludaron cortésmente, inclinándose. Evidentemente, lo tomaban por un joven príncipe oriental o algo parecido. También la hermosa dama inclinó sonriente la cabeza, pero siguió pulsando su instrumento. Uno de los hombres era especialmente alto e iba vestido de forma especialmente lujosa. Todavía era joven y tenía rubios los cabellos, que le caían sobre los hombros.

-Soy Hynreck el Héroe -dijo- y esta dama es la Princesa Oglamar, hija del rey de Lunn. Estos hombres son mis amigos Hykrion, Hysbald y Hydom. ¿Cuál es vuestra gracia, joven amigo?

-No puedo revelar mi nombre... todavía -respondió Roxas.

-¿Un voto? -preguntó la Princesa Oglamar con un poco de ironía-. ¿Tan niño y ya con un voto?

-¿Sin duda venís de lejos? -quiso saber Hynreck el Héroe.

-Sí, de muy lejos -contestó Roxas.

-¿Sois un príncipe? -preguntó la princesa, contemplándolo con agrado.

-Eso no puedo decirlo -replicó Roxas.

-Sea como fuere, ¡sed bienvenido a nuestra Mesa Redonda! -exclamó Hynreck el Héroe-. ¿Nos concederéis el honor de sentaros con nosotros y compartir nuestro yantar, joven señor?

Roxas aceptó agradecido, se sentó y se sirvió.

Por la conversación de la dama y los cuatro caballeros supo que muy cerca estaba la grande y magnífica Amarganz, la Ciudad de Plata. Allí debía celebrarse una especie de torneo. Llegaban de cerca y de lejos los héroes más audaces, los mejores cazadores y los guerreros más valientes, pero también toda clase de aventureros y valentones, para participar en los festejos. Sólo a los tres más valientes y mejores, que vencieran a todos los demás, se les concedería el honor de tomar parte en una especie de expedición de búsqueda. Se trataba de un viaje probablemente muy largo y arriesgado, cuyo objetivo era encontrar a determinado personaje que se hallaba en alguno de los innumerables países de Fantasia y al que solo llamaban «el Salvador». Su nombre no lo sabía nadie. No obstante, a él debía el reino de Fantasía el existir otra vez o el seguir existiendo. En efecto, en otro tiempo había caído sobre Fantasía una terrible catástrofe que había estado a punto de aniquilarla por completo. El citado «Salvador» la había evitado en el último momento, al llegar y darle a la Emperatriz Infantil el nombre de Naminé, por el que hoy la conocían todos los seres de Fantasía. Sin embargo, desde entonces vagaba de incógnito por el país, y la misión de la expedición de búsqueda sería encontrarlo y, por decirlo así, darle escolta para que nada le ocurriera. Para ello, sin embargo, había que elegir sólo a los hombres más capaces y valientes, porque podía ser que hubiera que afrontar aventuras inconcebibles.

El torneo en el que debía hacerse la elección había sido organizado por Qüérquobad, el Anciano de Plata -en la ciudad de Amarganz reinaba siempre el hombre más viejo o la mujer más vieja, y Qüérquobad tenía ciento siete años-. Pero no sería él quien elegiría entre los concursantes, sino un joven cazador llamado Axel, un joven del pueblo de los pieles ígneas, que era huésped de Qüérquobad, el Anciano de Plata. Axel era el único que podría reconocer al «Salvador», porque lo había visto una vez en un espejo mágico.

Roxas callaba, limitándose a escuchar. No le fue fácil, porque había comprendido enseguida que aquel «Salvador» era él. Y cuando se pronunció incluso el nombre de Axel, el corazón le dio saltos en el pecho,se ruborizó y le costó un esfuerzo enorme no traicionarse. Pero estaba decidido a conservar de momento su incógnito.

Por lo demás, a Hynreck el Héroe no le interesaba tanto en todo aquel asunto la expedición de búsqueda y su objetivo como ganar el corazón de la Princesa Oglamar. Roxas se dio cuenta enseguida de que Hynreck el Héroe estaba enamorado de la damita hasta los huesos. Suspiraba de cuando en cuando, en momentos en que no había por qué suspirar, y miraba siempre a su adorada con ojos tristes. Ella hacía como si no se diera cuenta. Al parecer, en alguna ocasión había hecho voto de tomar por marido sólo al mayor de todos los héroes, a aquel que pudiera vencer a todos los demás. No se contentaría con menos. Ése era el problema de Hynreck el Héroe, que tenía que demostrar que era el mejor. Al fin y al cabo, no podía matar a alguien que no le hubiera hecho nada. Y guerras no había desde hacía tiempo. Le hubiera encantado luchar contra monstruos y demonios; si de él hubiera dependido, le hubiera puesto a ella cada mañana una sanguinolenta cola de dragón sobre la mesa del desayuno, pero por ninguna parte había monstruos ni dragones. Cuando el emisario de Qüérquobad, el Anciano de Plata había llegado hasta él para invitarlo al torneo, había aceptado enseguida, naturalmente. Sin embargo, la Princesa Oglamar había insistido en ir también, porque quería convencerse por sus propios ojos de lo que él era capaz de hacer.

-Sabido es -le dijo sonriendo a Roxas- que no se puede fiar en los relatos de los héroes. Todos tienen tendencia a adornarse.

-Con adornos o sin ellos -alegó Hynreck el Héroe-, valgo cien veces más que ese legendario Salvador.

-¿Cómo lo sabéis? -preguntó Roxas.

-Bueno -dijo Hynreck el Héroe-, si ese tipo tuviera en los huesos la mitad del tuétano que yo, no necesitaría escolta que lo protegiera y cuidara como a un bebé. Ese Salvador me parece un individuo bastante flojucho.

-¡Cómo podéis decir una cosa así! -exclamó Oglamar escandalizada-. ¡Ha salvado a Fantasía de la catástrofe!

-¡Y aunque así fuera! -contestó desdeñoso Hynreckel Héroe-. Para eso no fue necesario hacer nada especialmente heroico.

Roxas decidió darle un pequeño escarmiento en la primera ocasión propicia.

Los otros tres caballeros habían encontrado casualmente en su viaje a la pareja y se habían unido a ella. Hykrion, que tenía un indómito bigote negro, opinaba que él era el brazo más fuerte y formidable de Fantasia. Hysbald, que era pelirrojo y, en comparación con los otros, parecía delicado, estimaba que nadie era más hábil y diestro con la espada que él. Y Hydorn, por último, estaba convencido de que en la lucha no lo igualaba nadie en tenacidad y resistencia. Su aspecto confirmaba esta afirmación, porque era alto y delgado y parecía estar hecho sólo de tendones y huesos.

Al terminar la comida se pusieron en camino. La vajilla, el mantel y las provisiones fueron guardados en las alforjas de una acémila. La Princesa Oglamar subió a su blanco palafrén y se puso en marcha, sin cuidarse de los demás. Hynreck el Héroe saltó sobre su corcel negro como el carbón y galopó tras ella.. Los otros tres caballeros propusieron a Roxas que fuera sobre la acémila, entre las alforjas de provisiones.


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Mensaje  HinaTari Vie Ago 22, 2008 2:08 pm

(continuacion)

Roxas se subió, los caballeros montaron igualmente en sus caballos magníficamente enjaezados, y todos se pusieron a trotar por el bosque, con Roxas en último lugar. La acémila, una vieja mula, se quedaba cada vez más atrás, y Roxas intentó espolearla. Pero, en lugar de andar más aprisa, la mula se detuvo, volvió la cabeza y dijo:

-No te esfuerces, señor, porque me he quedado atrás con toda intención.

-¿Por qué? -preguntó Roxas.

-Sé quién eres, señor.

-¿Qué es lo que sabes?

-Cuando se es sólo media burra y no burra entera, una se da cuenta de las cosas. Hasta los caballos han notado algo. No necesitas decirme nada, señor. Me gustaría poder contarles a mis hijos y nietos que llevé al Salvador y fui la primera en saludarlo. Por desgracia, las de mi especie no tenemos hijos.

-¿Cómo te llamas? -preguntó Roxas.

-Yicha, señor.

-Oye, Yicha: no lo estropees todo y guárdate para ti lo que sabes. ¿Lo harás?

-Con mucho gusto, señor.

Y la mula se puso al trote para alcanzar a los otros.


El grupo esperaba al borde del bosque. Todos contemplaban admirados la ciudad de Amarganz, que relucía ante ellos a la luz del sol. El lindero del bosque estaba en una altura y desde allí se disfrutaba de una amplia vista sobre un gran lago, de color casi violeta, rodeado por todos lados de colinas igualmente boscosas. Y en medio de aquel lago estaba Amarganz, la Ciudad de Plata. Todas sus casas estaban situadas sobre pequeñas embarcaciones: los grandes palacios sobre anchas gabarras, los pequeños sobre barcas y botes. Y cada casa y cada embarcación eran de plata, de una plata finamente cincelada y artísticamente decorada. Las puertas y ventanas de los palacios grandes y pequeños, las torrecillas y los balcones eran de filigrana de plata de una clase tan maravillosa que no tenía igual en toda Fantasia. Por todo el lago se veían botes y barcas que llevaban visitantes a la ciudad desde las orillas. Hynreck el Héroe y sus acompañantes se apresuraron a llegar a la playa, en donde aguardaba un transbordador de plata, de curvada proa. Toda la caravana, con caballos y acémilas, encontró sitio en él.

Durante el viaje, Roxas supo por el barquero -quien, por cierto, llevaba un traje tejido de plata- que las aguas color violeta del lago eran tan saladas y amargas que, a la larga, nada podía resistir su poder destructor... nada, salvo la plata. El lago se llamaba Murhu o Lago de las Lágrimas. En tiempos muy remotos se había trasladado a la ciudad de Amarganz al centro del lago para protegerla de invasiones, porque quien había intentado llegar hasta ella en barcos de madera o embarcaciones de hierro se había hundido y había perecido, ya que el agua descomponía en poco tiempo buque y tripulación. Pero ahora había otra razón para que Amarganz estuviera sobre el agua. En efecto, a sus habitantes les gustaba reagrupar de vez en cuando sus viviendas, formando nuevas calles y plazas. Cuando, por ejemplo, dos familias que vivían en extremos opuestos de la ciudad se hacían amigas o emparentaban porque sus miembros jóvenes contraían matrimonio, dejaban su lugar anterior y colocaban próximos sus barcos de plata, haciéndose vecinas. Dicho sea de paso, la plata era de una clase especial y tan única como la incomparable belleza de su trabajo.

A Roxas le hubiera gustado oír más cosas aún, peroel transbordador había llegado a la ciudad y tuvo que bajar con sus compañeros de viaje.

Ante todo buscaron albergue, a fin de alojarse con sus caballerías. No fue muy fácil, porque Amarganz había sido tomada casi por asalto por los viajeros que llegaban, de cerca o de lejos, para el torneo. Pero finalmente encontraron sitio en una posada. Cuando Roxas llevaba a la mula al establo, le cuchicheó al oído:

-No te olvides de lo que me has prometido, Yicha. Hasta pronto.

Yicha se limitó a asentir con la cabeza.

Luego, Roxas dijo a sus compañeros de viaje que no quería seguir importunándolos e iba a visitar la ciudad por su cuenta. Les dio las gracias por su amabilidad y se despidió de ellos. En realidad, ardía en deseos de encontrar a Axel.

Las embarcaciones pequeñas estaban unidas entre sí por pasarelas: unas estrechas y frágiles, de forma que sólo podía pasar por ellas una persona, y otras anchas y espléndidas como calles, en las que se apretujaba la multitud. Había también puentes colgantes cubiertos y en los canales, entre los buques-palacio, se movían cientos de canoas de plata. Sin embargo, a dondequiera que se fuera o en dondequiera que se estuviera, se sentía siempre bajo los pies un suave subir y bajar del suelo, que recordaba que la ciudad entera flotaba sobre el agua.

La multitud de visitantes, de los que la ciudad parecía estar realmente rebosante, era tan multicolor y multiforme que haría falta un libro entero para describirla. Los amargancios eran fáciles de reconocer, porque llevaban todos trajes de tejido de plata, casi tan hermosos como el manto de Roxas. También sus cabellos eran plateados, y ellos eran altos y bien parecidos y tenían los ojos de un color tan violeta como Murhu, el Lago de las Lágrimas. La mayoría de los forasteros no eran tan hermosos. Había gigantes llenos de músculos, con cabecitas que, entre sus poderosos hombros, parecían pequeñas como manzanas. Circulaban por allí rufianes de la noche, sombríos y valentones, tipos solitarios con los que se veía que era imposible hacer buenas migas. Había espadachines de ojos rápidos y rápidas manos, y furibundos guerreros que andaban con los brazos en jarras y echando humo por boca y narices. Daban vueltas por el lugar fanfarrones, como peonzas vivas, y sátiros trotaban de un lado a otro sobre sus piernas nudosas, con gruesas cachiporras al hombro. Una vez, Roxas vio incluso un comerrocas,. cuyos dientes sobresalían como cinceles de acero. La pasarela de plata se curvó bajo su peso cuando el comerrocas cruzó pesadamente. Pero antes de que Roxas pudiera preguntarle si, por casualidad, se llamaba Pyernrajzarck, se había perdido entre el gentío.

Roxas llegó por fin al centro de la ciudad. Y allí era donde se celebraban los torneos, que estaban en todo su auge. En una gran plaza redonda, que parecía una enorme pista de circo, cientos de competidores medían sus fuerzas y demostraban lo que sabían hacer. En torno al amplio redondel se apiñaba una multitud de espectadores, que animaban con sus gritos a los combatientes; también las ventanas y los balcones de los buques-palacio de alrededor rebosaban casi de espectadores, y muchos de éstos habían conseguido trepar a los tejados adornados con filigrana de plata.

Sin embargo, Roxas no se interesó tanto al principio por el espectáculo que ofrecían los competidores. Quería encontrar a Axel que, sin duda, contemplaba los juegos desde algún sitio. Y entonces observó que la multitud miraba siempre con expectación hacia un palacio determinado, sobre todo cuando uno de los competidores había realizado alguna hazaña especialmente impresionante. Con todo, Roxas tuvo que abrirse paso por uno de los puentes colgantes y trepar luego a una especie de farola antes de poder echar una ojeada a aquel palacio.

En un amplio balcón habían colocado dos altos sillones de plata. En uno de ellos se sentaba un hombre muy viejo, al que barba y cabellos de plata le caían en oleadas hasta el cinto. Debía de ser Qüérquobad, el Anciano de Plata. Junto a él estaba un joven, bastante mas mayor que Roxas. Llevaba pantalones largos de cuero blando y el
torso desnudo, de forma que podía verse que su piel era de color muy pálida. La expresión de su rostro delgado era seria, casi adusta. Llevaba dos marcas en las mejillas de color violeta, el cabello, largo y rojizo, alborotado y en puntas. Le cubría los hombros un manto de color púrpura. Contemplaba serenamente y, sin embargo, con peculiar intensidad el campo de batalla. Nada parecía escapar a sus intensos ojos verdes. ¡Axel!

En aquel momento apareció en la abierta puerta del balcón que había detrás de Axel otro rostro muy grande, parecido al de un león, aunque en lugar de piel tenía escamas de madreperla blanca y le colgaban de la boca unas barbas largas, también blancas. Los ojos eran de color rubí y chispeaban, y cuando levantó la cabeza por encima de Axel se vio que iba unida a un cuello largo, flexible e igualmente cubierto de escamas de madreperla, del que caía una melena como de fuego blanco. Era Fújur, el dragón de la suerte. Pareció decirle algo a Axel, porque Axel asintió.

Roxas bajó de la farola. Ya había visto bastante. Dedicó su atención a los competidores.

En el fondo, no se trataba tanto de verdaderos y auténticos torneos como de una especie de representación circense en gran escala. Es verdad que, en aquel momento, se desarrollaban precisamente una lucha a brazo partido entre dos gigantes, cuyos cuerpos se retorcían formando un solo nudo que rodaba de un lado a otro; es verdad que aquí y allá había parejas de la misma especie o de especies muy distintas, que demostraban su habilidad en la esgrima o en el manejo de la maza o de la lanza, pero naturalmente no luchaban a vida o muerte. Una de las reglas del juego era incluso demostrar lo caballeresca y limpiamente que uno combatía y cómo sabía dominar su violencia. Un competidor que, llevado por la ira o la ambición, hubiera herido gravemente a su contrincante hubiera sido descalificado inmediatamente. La mayoría trataban de probar su destreza en el manejo del arco, o de exhibir su fuerza levantando enormes pesos; otros mostraban sus habilidades realizando hazañas acrobáticas o con toda clase de pruebas de valor. Los concursantes eran tan diversos como variado lo que hacían.

Continuamente, los que eran vencidos abandonaban el terreno, por lo que, poco a poco, cada vez eran menos los competidores. Roxas vio cómo entraba en liza Hykrion, el fuerte, Hysbald, el ligero y Hydorn, el duro. Hynreck el Héroe y su adorada, la Princesa Oglamar, no estaban con ellos. Quedaban aún sobre el terreno unos cien competidores. Como se trataba ya de una selección de los mejores, a Hykrion, Hysbald y Hydorn no les fue tan fácil vencer a sus contrarios. Hizo falta toda la tarde para que Hykrion demostrase ser el más poderoso de los fuertes, Hysbald el más diestro de los ligeros y Hydorn el más resistente de los duros. El público los vitoreó, aplaudiendo entusiasmado, y los tres se inclinaron mirando al balcón donde se sentaban Qüérquobad,
el Anciano de Plata, y Axel. Éste se levantaba ya para decir algo, cuando de pronto entró en el palenque otro competidor. Era Hynreck. Se hizo un silencio expectante y Axel volvió a sentarse. Como sólo debían acompañarlo tres hombres, ahora había uno de más. Uno de ellos tendría que quedarse.

-Caballeros -dijo Hynreck con voz fuerte, de modo que todos pudieran oírlo-, no creo que la modesta exhibición de vuestras habilidades que acabáis de realizar pueda haber fatigado vuestras fuerzas. Con todo, no sería digno de mí, en esas circunstancias, retaros de uno en uno. Como hasta ahora no he visto entre todos los competidores ningún contrincante capaz de medirse conmigo, no he participado y, por consiguiente, estoy fresco todavía. Si alguno de vosotros se siente demasiado agotado, puede abandonar libremente. De todos modos, yo estaría dispuesto a competir con los tres a la vez. ¿Tenéis alguna objeción?

-No -respondieron los tres como un solo hombre.

Y entonces se entabló un combate en el que saltaron chispas. Los. golpes de Hykrion no habían perdido nada de su violencia, pero Hynreck el Héroe era más fuerte. Hysbald lo atacó por todos lados con la velocidad del relámpago, pero Hynreck el Héroe era más rápido. Hydorn intentó fatigarlo, pero Hynreck el Héroe era más resistente. El combate había durado apenas diez minutos cuando los tres caballeros estaban ya desarmados y doblaban la rodilla ante Hynreck el Héroe. El miró orgulloso a su alrededor buscando evidentemente la admiración de su dama, quien, sin duda, estaba en algún lugar entre la multitud. El júbilo y los aplausos de los espectadores atronaron como un huracán la plaza. Probablemente pudieron oírse hasta en las más remotas orillas de Murhu, el Lago de las Lágrimas.

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Mensaje  HinaTari Vie Ago 22, 2008 2:09 pm

(continuacion (2))
Cuando se restableció la calma, Qüérquobad, el Anciano de Plata, se puso en pie y preguntó en voz alta:

-¿Hay alguien que se atreva aún a enfrentarse con Hynreck el Héroe?

-¡Sí, yo!

Era Roxas.

Todos los rostros se volvieron hacia él. La multitud le abrió paso y Roxas entró en la plaza. Se oyeron exclamaciones de asombro y de preocupación.

-¡Qué mono es!... ¡Qué lástima! ... ¡No lo dejéis!

-¿Quién eres? -preguntó Qüerquobad, el Anciano de Plata.

-Mi nombre -respondió Roxas- sólo lo diré después.

Vio que Axel entornaba los verdes ojos y lo miraba inquisitivamente, pero lleno de incertidumbre aún.

-Joven amigo -dijo Hynreck el Héroe-, hemos comido y bebido juntos. ¿Por qué quieres que te abochorne? Te ruego que recojas tu palabra y te vayas.

-No -respondió Roxas-, lo que he dicho lo mantengo.

Hynreck el Héroe titubeó un momento. Luego propuso:

-No sería justo por mi parte medirme contigo en la lucha. Veamos primero cuál de los dos puede disparar una flecha a más altura.

-¡De acuerdo! -contestó Roxas.

Les trajeron a cada uno un arco fuerte y una flecha. Hynreck estiró la cuerda y disparó la saeta hacia el cielo, más alto de lo que los ojos podían seguir. Casi al mismo tiempo, Roxas tensó su arco y disparó su flecha detrás.

Transcurrió un rato antes de que ambas flechas volvieran, cayendo al suelo entre los dos arqueros. Y entonces se vio que la flecha de Roxas, de plumas rojas, debía de haber alcanzado en el punto más alto a la de Hynreck el Héroe, de plumas azules, y con tanta violencia que la había hendido por atrás.

Hynreck miró las flechas encajadas una en otra. Se había puesto un poco pálido y únicamente en sus mejillas había dos manchas rojas.

-Sólo puede ser casualidad -murmuró-. Veamos quién es más diestro con la espada.

Pidió dos espadas y dos barajas. Se las trajeron. Barajó cuidadosamente las cartas.

Lanzó una baraja al aire, desenvainó con la rapidez del rayo su espada y se tiró a fondo. Cuando las otras cartas cayeron al suelo, se vio que Hynreck el Héroe había atravesado el as de corazones, y precisamente por el centro del único corazón del naipe. Otra vez miró Hynreck el Héroe a su alrededor buscando a su dama, mientras levantaba la espada con la carta.

Roxas arrojó al aire la otra baraja e hizo silbar su espada. No cayó al suelo ninguna carta. Había atravesado las treinta y dos cartas de la baraja, exactamente por el centro y además por su orden, aunque Hynreck el Héroe las había barajado bien.

Hynreck el Héroe miró lo que Roxas había hecho. No dijo nada; sólo sus labios temblaron ligeramente.

-Pero en fuerza no me aventajas -exclamó por fin un poco roncamente.

Cogió el más pesado de todos los pesos que había en la plaza y lo levantó lentamente. Sin embargo, antes de que pudiera dejarlo en el suelo, Roxas lo cogió a él, levantándolo en alto juntamente con el peso. Hynreck el Héroe puso una cara de tal desconcierto que algunos espectadores no pudieron contener la risa.

-Hasta ahora -dijo Roxas- habéis determinado vos cómo medir nuestras fuerzas. ¿Estáis de acuerdo en que sea yo quien proponga algo ahora?

Hynreck el Héroe asintió en silencio.

-Es una prueba de valor -continuó Roxas. Hynreck el Héroe hizo un esfuerzo por dominarse.

-¡No hay nada que pueda asustarme!

-Entonces -contestó Roxas- propongo que compitamos atravesando a nado el Lago de las Lágrimas. Ganará quien llegue antes a la orilla.

En toda la plaza reinó un silencio sofocado.

Hynreck el Héroe se puso alternativamente rojo y pálido.

-Eso no es una prueba de valor -balbuceó-. Es un desatino.

-Yo -respondió Roxas- estoy dispuesto a hacerlo. ¡De manera que vamos!

Hynreck el Héroe perdió entonces el dominio de sí mismo.

-¡No! -gritó, dando una patada en el suelo-. Sabéis tan bien como yo que el agua de Murhu lo disuelve todo. Eso equivaldría a ir a una muerte segura.

-Yo no tengo miedo -repuso Roxas tranquilo-He atravesado el Desierto de Colores y he comido y bebido del fuego de la Muerte Multicolor y me he bañado en él. No tengo miedo a esas aguas.

-¡Mentís! -rugió Hynreck el Héroe, rojo de cólera-. Nadie en Fantasía puede sobrevivir a la Muerte Multicolor. ¡Eso lo saben hasta los niños!

-Héroe Hynreck -dijo Roxas lentamente-, en lugar de acusarme de mentiroso haríais mejor en confesar que, sencillamente, tenéis miedo.

Aquello fue demasiado para Hynreck el Héroe. Irreflexivamente, desenvainó su gran espada y atacó a Roxas. Éste dio un paso atrás y quiso pronunciar una palabra de aviso, pero Hynreck el Héroe no le dio tiempo. Trató de golpear a Roxas, y sus intenciones eran homicidas. En aquel mismo instante, la espada Sikanda saltó de su oxidada funda a la mano de Roxas y comenzó a bailar.

Lo que sucedió entonces fue tan inaudito que ninguno de los espectadores pudo olvidarlo en toda su vida. Por suerte, Roxas no podía soltar la empuñadura de la espada y tenía que seguir todos los movimientos que Sikanda ejecutaba por sí sola. Ante todo, la espada partió, pieza por pieza, la magnífica armadura de Hynreck el Héroe. Los pedazos volaron por todas partes, pero él no sufrió en su piel ni un rasguño. Hynreck el Héroe se defendía desesperado, golpeando a su alrededor como un loco, pero los relámpagos de Sikanda lo rodeaban como un torbellino de fuego, cegándolo, de forma que ninguno de sus golpes dio en el blanco. Cuando finalmente estuvo sólo en paños menores, sin dejar de intentar golpear a Roxas, Sikanda cortó literalmente su espada en pequeñas rodajas, y con tanta velocidad que los pedazos se quedaron un momento en el aire, antes de caer al suelo repiqueteando como un puñado de monedas. Hynreck el Héroe miró con los ojos muy abiertos la inútil empuñadura que tenía en la mano. Luego la dejó caer y bajó la cabeza. Sikanda volvió a su roñosa funda y Roxas pudo soltarla.

Un griterío de entusiasmo y admiración se elevó de mil gargantas en la multitud de espectadores. Éstos irrumpieron en la plaza, cogieron a Roxas, lo levantaron en hombros y lo pasearon en triunfo. El júbilo no acababa nunca. Roxas, desde su altura, buscó a Hynreck el Héroe con la mirada. Quería dirigirle unas palabras conciliadoras, porque realmente le daba pena el pobre y no había tenido intención de dejarlo en ridículo de aquella forma. Pero ya no se veía por ningún lado a Hynreck el Héroe.

Entonces se hizo de pronto la calma. La multitud retrocedió, dejando sitio. Allí estaba Axel, mirando a Roxas muy sonriente. Y también Roxas sonreía. Lo dejaron en el suelo y los dos jóvenes quedaron frente a frente, mirándose largo tiempo en silencio.Roxas tenía que levantar la cabeza para mirarlo. Finalmente, Axel empezó a hablar.

-Si necesitara aún un acompañante para buscar al Salvador del reino de Fantasia, me bastaría con éste, porque vale más que cien juntos. Pero ya no necesito acompañante, porque la expedición de búsqueda no se realizará.

Se oyó un murmullo de asombro y desencanto.

-El Salvador de Fantasía no necesita nuestra protección -siguió diciendo Axel con voz más alta-, porque puede protegerse a sí mismo mejor de lo que podríamos hacerlo todos nosotros juntos. Y no necesitamos buscarlo ya, porque él nos ha encontrado a nosotros. No lo reconocí enseguida porque cuando lo vi en la Puerta del Espejo Mágico del Oráculo del Sur tenía un aspecto distinto... del de ahora. Pero no he olvidado la mirada de sus ojos. Y es la misma que ahora veo. No puedo equivocarme.

Roxas movió sonriendo la cabeza y dijo:

-No te equivocas, Axel. Tú fuiste quien me llevaste hasta la Emperatriz Infantil para que pudiera darle un nombre nuevo. Y te doy las gracias por ello.

Un susurro respetuoso atravesó como una ráfaga de viento la multitud de espectadores.

-Nos has prometido -respondió Axel- decirnos también tu nombre, porque salvo la Señora de los Deseos, nadie lo sabe aún en Fantasia. ¿Quieres hacerlo?

-Me llamo Roxas.

Los espectadores no pudieron contenerse más tiempo. Su júbilo explotó en miles de exclamaciones. Muchos empezaron a bailar de entusiasmo, de forma que las pasarelas y los puentes, la plaza entera, comenzaron a balancearse.

Axel tendió sonriendo la mano a Roxas y Roxas se la dio, y así -de la mano- entraron en el palacio, en cuya escalera de entrada los aguardaban Qüérquobad, el Anciano de Plata, y Fújur, el dragón de la suerte.

Aquella noche, la ciudad de Amarganz celebró la más hermosa fiesta que había celebrado nunca. Todo el que tenía piernas, cortas o largas, torcidas o derechas, bailaba y todo el que tenía voz, bonita o fea, profunda o alta, cantaba y reía. Cuando llegó la noche, los amargancios encendieron miles de luces de colores en sus barcos y palacios de plata. Y a la media noche se quemaron unos fuegos artificiales como nunca se habían visto, ni siquiera en Fantasia. Roxas estaba con Axel en el balcón, sentados hombro con hombro, y a su izquierda y su derecha se sentaban Fújur y Qüérquobad, el Anciano de Plata, viendo cómo los penachos de colores del cielo y los miles de luces de la Ciudad de Plata se reflejaban en las aguas de Murhu, el Lago de las Lágrimas.
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